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Histórico chocolate con churros para una tarde fría y con llovizna en Tucumán

panza calentita

Apuntes de una merienda en Candy.






-Chocolate con churro, por favor.

-¿Submarino?

-¿Qué más puede ser?

-En taza, que es un poco más espeso, o Nescuí.


-Submarino, por favor.

Son las seis y diez de la tarde y afuera llovizna. Un hombre de guantes y de gorro de lana negros encabeza la fila de seis personas que, en la vereda, esperan que se desocupe alguna de las mesas cuadradas de Candy, el nombre del bar que salta de boca en boca cuando en Tucumán se pone frío y llovizna. Como ahora, que las gotitas humedecen la ropa a los 10 grados. Y que sale humito si uno sopla para afuera.



El mozo demora tres minutos en traer el pedido. Sobre la mesa deja un vaso de leche caliente (sostenido por otro de hierro con manija), una barrita de chocolate Águila (de 14 gramos), un plato del tamaño de una mano abierta. Sobre éste posan, a modo de torre, cinco churros de unos 12 centímetros de largo, arqueados y con siete bordes cada uno. Tres van en la base, dos arriba.

El azúcar está en un recipiente de vidrio cilíndrico (como si fuera una mamadera) y el servilletero es de metal y rectangular. También hay un vasito de soda y una cuchara de mango largo.


La barrita se abre fácil; un tirón y el papelito rosa queda a la par del plato. Se tira el chocolate amargo dentro en el vaso y mientras se derrite no hay que dejar de mezclar.

-Para que no se pegue abajo, recomienda el mozo Omar.

La leche ahora es oscura y huele a infancia. En churro se toma con la mano - muchos le ponen azúcar entre sus ranuras- y a la boca.



En la segunda masticada, tiene gusto a masa, a fritura, tarta frita, pero es más. Tiene un gusto seco que al encontrarse con el chocolate derretido lo ablanda, lo vuelve lo inconsistente, suave para tragar. Cuando bajan a la panza, la calientan. Y el traguito de soda, cuando el vaso terminó, la acomoda. Setenta pesos.

No hay música sobre el murmullo de cada mesa. Nadie grita, todos se escuchan. En Candy se conversa.  

-¡Dos porciones!, se escucha desde la moza. Y en la barra repiten: dos porciones.



Las paredes y los pilares del bar son de colores mostaza y bordó. Tibios, pasteles. Tienen colgados las fotografías de clientes sentados en la mesas y recortes periodísticos que sostienen la nostalgia de 65 años de ser los chocolates con churro de Tucumán.

A la par de puerta, está sentada una mujer que viste un pantalón de gimnasia y que carga unas bolsas del súper. A su lado, un señor que lleva un pañuelo y una boina campesina espera un lugar. Afuera oscurece. Hace frío. Llueve finito. Está para comer un chocolate con churros.