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"La tiene que conocer todo el mundo": la mila tucumana que conquista Europa

Historias de acá y allá

Gastón Álvarez tiene 24 años, es tan tucumano como la caña de azúcar y el responsable de que nuestro sanguche de milanesa haya llegado a Barcelona. Su sueño es crear una cadena de sangucherías que destrone a Mc Donald´s: “No tengo duda de que es el primer sanguche de milanesa tucumano en Europa”.

Gastón, el tucumano que la rompe con sus milangas en Barcelona.





El tucumano cuenta con un recurso infalible que le permite rebuscársela en cualquier punto del globo terráqueo donde desembarque con el afán de probar suerte. Lo saben quiénes han viajado con las valijas llena de ilusiones y de proyectos. Los que han tenido que ganarse el mango afuera. Aquellos que han sufrido penurias económicas. Hay un comodín, un as bajo la manga, una martingala, un salvavidas para mantenerse a flote: vender empanadas. ¿Quién no caería rendido ante semejante manjar elaborado por las manos de quienes más lo conocen? Y tampoco se necesita ser un experto en la materia, con ostentar chapa de tucumano basta y sobra. Esto es tan cierto que hay comprovincianos por todo el mundo haciendo empanadas. Y otros que no lo son, pero que también se juegan la misma carta ganadora. Una vez que se instaló en la ciudad española de Barcelona, Gastón Álvarez decidió apelar a la tucumanidad gastronómica, pero no fue por el mismo camino que trazaron sus predecesores, sino que apostó por otra de las mayores gemas de nuestra cocina popular: el sánguche de milanesa. Y aunque no quiere sonar soberbio, se siente un poco como Neil Armstrong plasmando sus huellas en la superficie lunar con su proeza culinaria: “No tengo duda de que es la primera mila tucumana en Europa”.

Todavía navegaban en su paladar los resabios del último sánguche de milanesa que comió en Tucumán, un completo de El Turco, ahí en la avenida Francisco de Aguirre al 2100, cuando llegó a Nueva York en enero del año pasado. De esa caricia de despedida a sus papilas gustativas, no se olvidaría en los meses que siguieron. Había ahorrado durante años trabajando en una imprenta como diseñador gráfico para emprender el viaje con el que siempre había soñado. “Desde changuito me quería ir de Tucumán para conocer el mundo y esa ciudad me ha volado la cabeza. Tengo gran parte de mi corazón ahí, la gente está muy loca, vuela… Ahí, si vas caminando pajero por la calle, te empujan. La verdad que a mí me ha encantado. Es una ciudad que te abre los ojos al toque, te hace despertar”, recuerda ahora el joven de 24 años aquella fascinación inmediata por esa ciudad tan llena de luces y de personas.

Llegó, consiguió trabajo y, aunque la rutina laboral era exigente, todo marchaba sobre rieles. Venía remándola bastante bien y muy de visitante. “Lo primero que conseguí fue un laburo de lavaplatos en un bar hasta que me han corrido. Era muy duro ese laburo, hacía diez horas diarias, sin parar y la verdad que ya me daba paja limpiar todo, entonces el jefe me ha mandado a que me haga culiar por ahí … Después, me han llamado para trabajar en una imprenta”, relata y las risas interrumpen su historia contada en innegable tonada de acá. Y cuando parecía que había logrado establecerse en la ciudad y adaptarse a la dinámica de su nueva vida neoyorquina, se venció su visa y tuvo que cambiar de destino. En julio del año pasado se fue, primero, a Madrid y después siguió viaje dentro de España hasta el pueblo de Rojales, en Alicante. Ahí lo esperaba una familia de tucumanos que lo recibieron como a un hijo más: “Soy muy fanático de la comida tucumana, te juro que casi me largo a llorar cuando he llegado y comí las empanadas que habían cocinado”. De ahí llegaría a Barcelona, la última escala en su periplo español. La ciudad catalana lo recibió con buenas y malas: “Este es el lugar que más me ha hecho cagar. Es una ciudad con muchos altibajos, por lo menos a muchos de mis amigos y a mí nos ha pasado igual. Por momentos, estás en la cumbre y después, de repente, te quedás sin laburo. Sin embargo, no me costó conseguir trabajo. Trabajé en una panadería y como repartidor en bicicleta de Glovo”. En la panadería, vio la luz en una especie de epifanía con forma de pan sanguchero.

No hay estudio de una universidad extranjera que avale esta hipótesis, pero no por eso carece de rigor científico: la particular alquimia del sánguche de milanesa tiende a aferrarse al ADN de los tucumanos como quien se sube a un colectivo en movimiento. Y, una vez ahí, ya no se va más. Permanece agazapado como una especie de memoria atávica que puede activarse en cualquier momento y en cualquier lugar, no importa cuánto tiempo haya pasado de la última mila. Y algo de todo eso hubo: las partículas de sabor de aquel último sánguche en El Turco antes de partir, la resaca de sus habituales visitas al Fiki, a Los eléctricos y al gran Chacho (Dios lo tenga en la gloria) o el recuerdo de cuando era niño y su padre lo llevó a un sucuchito del Barrio 17 de agosto de donde retiraron una milanga envuelta en ese santo sudario de papel gris y rustico que al rato se volvió transparente por las exudaciones de aceite. Algo de todo eso circulaba por las venas de Gastón cuando lo vio ese día en la panadería y lo encontró, aunque sin saber que lo había estado buscando: “Se han alineado todos los planetas y ahí he conseguido pan sanguchero, eso ha sido fundamental para animarme porque carne piola se consigue, pero los españoles comen el pan con costra que es como el francés, pero más duro. Ahí vi que hacían un pan precocido que es como el sanguchero y después lo mandan al horno para que se vuelva más crocante. La clave ha sido dar con el pan, en el sánguche te diría que en un 80% influye el pan porque con pan fiero no sirve”. Y así, gracias a la contextura esponjosa de ese pan, le evitaría a los consumidores esas duras esquirlas de corteza que atentan contra los paladares. Se sabe, un sánguche tucumano no rasguña, acaricia con la suavidad y la ternura de una abuela.

Pero no sólo de pan vive el hombre. Quienes entienden de sánguches de milanesa saben que es cuasi imposible replicar en nuestros hogares el gusto, la fisonomía y ese secreto encanto propio de las milas que se expiden de a cientos y de a miles en las cocinas crepitantes de aceite de las sangucherías que pueblan la provincia. A Gastón, eso no lo detuvo. Lo que siguió, en diciembre pasado, fue pura experimentación a base de prueba y error como todo buen alquimista del sabor. Aunque también recibió el conocimiento que cultivan de manera silenciosa aquellos profetas de detrás del mostrador: “Yo cocino desde hace mucho tiempo, cocino una banda, todo el tiempo… Ahí dije tengo que hacer el sánguche de milanesa que se come allá, no hay otra, es lo mejor de Tucumán y lo tiene que conocer todo el mundo. Hablé con un amigo que trabaja en una sanguchería y me pasó los datos. No hay chance de que en tu casa te salga como en la sanguchería, él me ha pasado la papa. He hecho una banda de pruebas hasta que ha quedado igual, te puedo confirmar que es igual a sentarse a comer en cualquier sanguchería de allá”.

Los primeros que probaron las milas de Gastón fueron unos peruanos que compartían piso con él en Barcelona. Esa fue la prueba de fuego y fue un furor: “Les empecé a vender a ellos. No sabés, me tenían como un Dios de la cocina. Vi que les gustaba y ahí he empezado a embellecerlo al producto. Este año, cuando veía la que se venía acá con esto de la pandemia, empecé con el desarrollo de la marca. Eso te lleva mucho tiempo, estuve laburando en la marca, dibujando, estudiando el mercado, de los clientes… eso me llevó meses”. Así nació el 17 de mayo Alto Chegu, el emprendimiento gastronómico que, asegura, marca el desembarco de la milanga tucumana en el viejo continente.


Los que los recibieron como una autentica bendición fueron los tucumanos que viven en Barcelona. Para ellos no era sólo reencontrarse con un gusto inolvidable, sino que en esa confluencia de sabores se mezclan momentos de infancia y de juventud, azahares perfumando las calles con la llegada de la primavera, el olor de la tierra mojada que llega antes que la lluvia misma, los parlantes irrumpiendo las siestas con cumbias contagiosas: “Acá hay una banda de tucumanos, me he sorprendido cuando me han empezado a pedir sánguches. Me he dado cuenta de que somos una bocha, somos una peste. Encima, con la tonada que tenemos, como para errarle que sos tucumano. Muchos me han escrito diciéndome gracias por hacerme sentir en casa, por hacerme viajar a Tucumán por un segundo… como llegan, se los devoran, me han pedido también muchos porteños, rosarinos, cordobeses y muchos latinos”.

“Cuando lo prueban los españoles dicen: ¡Ostias! ¡Qué peso! Es un sánguche que tiene unos 25 centímetros y pesa como medio kilo. El público español lo recibió de puta madre. No es por denigrar la gastronomía española ni mucho menos, pero aquí acostumbran a comer bocata de embutidos. Les ha gustado la dedicación que les pongo y el hecho de que son baratos”, relata el tucumano que después recurre a un ejemplo que grafica la sensación que produjeron las milas tucumanas en el viejo continente. Maryana, su novia ucraniana, no comía carne de vaca hasta que se dejó tentar por la milanga tucumana: “Mi novia no comía carne ni cebolla, ahora andá a preguntarle, come sánguche de mila más que yo. Creo que ahora entiende porque hablaba tanto de la mila tucumana”. La reacción de Maryana, quien lo ayuda en la contabilidad del negocio,  quedó plasmada en un video.

Desde que empezó, Gastón vende un promedio de diez sánguches por día. Un arranque que vaticina como promisorio para un proyecto gastronómico que recién comienza a tomar vuelo. Cada sánguche tiene un costo de 6,60 euros y 8 euros para el especial que incluye jamón, queso y huevo. Los aderezos son de preparación propia, lo mismo que el picante y la cebollita que continúa con el legado culinario de nuestra deidad del sánguche:  Chacho. El joven tucumano sabe que tiene toda una tradición de sangucheros legendarios por detrás y quiere estar a la altura de las circunstancias: “Le duela a quien le duela, el sánguche de milanesa es histórico en Tucumán. El otro día he tenido un cruce con un porteño que me decía que allá también lo hacen, pero no hermano, por su historia, el mejor sánguche está en Tucumán. Muchos hacen, pero les ponen las hojas de lechugas enteras, la milanesa fría y huevo duro… esa no es la milanga. Yo lo que quería cuando empecé con esto es poner bien en lo alto a nuestro sánguche de milanesa”. Ahora, Gastón va por más y sueña en grande. ¿Quién no quisiera una franquicia de sánguches tucumanos en cada rincón del mundo que destrone a las hamburgueserías multinacionales? “Mirá yo tengo un objetivo a largo plazo. Imagino que, en algún momento, vamos a tener un localcito. Me gustaría el día de mañana poner franquicias y que, en vez de comerse una hamburguesa en Mc Donald´s, se coman un sánguche de milanesa. Quisiera que Alto Chegu sea una marca de alto rango y que el producto se conozca internacionalmente”, se ilusiona el joven.

Ahora, la pregunta que todos del otro lado se hacen: ¿Por qué la mila y no la vieja, histórica y siempre confiable empanada?  Gastón lo tiene bien claro: “La verdad que esa es la más fácil porque en todas partes se conocen las empanadas como un producto argentino. Si le decís a un español ya tiene la referencia, la empanada tucumana tiene su renombre. Pero en mi caso fue, por un lado,  que no me salen las empanadas y, por otro, es que yo me mataba a sánguches de milanesa allá, siempre he sido muy fanático, me acuerdo que todas las semanas iba a conocer una sanguchería nueva. Cómo te explico… Para mí, sinceramente, es una forma de resumir la cultura y la tierra de uno en una comida. No es la empanada, no es la Casa Histórica, ni el locro, ni la tortilla de rescoldo. Yo soy muy tucumano y quería traer algo de allá, representarlo y dejarlo bien en lo alto. Creo que nuestra comida más propia es el sánguche de milanesa”.  

Nuestra tradicional milanga ya llegó a Europa. Un pequeño paso para Gastón, acaso un salto gigantesco para la joya de nuestro arte culinario.