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Hoy recuerdo en Quito al abuelo que me llevó a la cancha

OPINION

Por el trabajo, por el amor a los colores o por la pasión, en los últimos años de mi vida me la pasé arriba de un colectivo o avión, haciendo cientos o miles de kilómetros, incontables quizás -¿se puede contabilizar la pasión?- para verlo a Atlético. Hoy en Quito, un recuerdo me invade el alma.

El último abrazo con Gustavo nos dimos en la Bombonera, ahora nos abrazamos en Quito.


Por el trabajo, por el amor a los colores o por la pasión, en los últimos años de mi vida me la pasé arriba de un colectivo o avión, haciendo cientos o miles de kilómetros, incontables quizás -¿se puede contabilizar la pasión?- para verlo a Atlético. 
El cariño jamás aparece de la nada. En mi historia se forjó a largo de muchos años, y un hombre llamado Roberto Graiff tuvo mucho que ver. 
           
Don Roberto era el abuelo de Gustavo Gaete, uno de mis grandes amigos de la infancia y con quién compartimos las primeros pasos en una pasión que se hizo y será larga, eterna. Juntos íbamos fecha a fecha a la cancha a alentar a Atlético. Roberto era socio vitalicio y era el mayor que nos hacía pasar al Monumental, el responsable. 
Era una fija, sobre todo en los partidos nocturnos. Yo me quedaba a "hacer la tarea en casa de Gustavo", y su abuelo nos llevaba al partido. Los tres juntos, Gustavo, Roberto y yo, compartíamos el amor por unos colores, el celeste y el  blanco. 
"La última vez que fue a la cancha fue el 0-3 ante Instituto en 1996, con los goles de Klimowicz. El estaba internado en casa, alimentado por sonda. Se sacó todo, no le importó y lo mismo fue al Monumental", recuerda su nieto sobre el hombre que compartió su pasión y amor.
El tiempo pasó, la primaria terminó y Gustavo y yo seguimos caminos diferentes y no nos volvimos a juntar. Hasta que Atlético nos volvió a unir. 
                       
Fue en la puerta de La Bombonera, dónde Atlético se presentaba por primera vez en la máxima categoría del fútbol de Argentina, en 2010. El 0 a 0 quedará en la historia, así como el abrazo que nos dimos con mi amigo, aquel pequeño crack del fútbol infantil que ya se había convertido en uno de los mejores formadores de infantiles y juveniles de básquet en Estudiantes, allí casi en barrio Norte. 
En los últimos años la calle y la vida nos volvió a cruzar esporádicamente, pero siempre en situaciones claves y, en muchos casos, con Atlético de por medio. Ayer, en Quito, nos volvimos a ver para compartir la gran pasión y amor por los colores celeste y blanco. Por el Deca, por la Copa, por Roberto.
           

Por el trabajo, por el amor a los colores o por la pasión, en los últimos años de mi vida me la pasé arriba de un colectivo o avión, haciendo cientos o miles de kilómetros, incontables quizás -¿se puede contabilizar la pasión?- para verlo a Atlético.


El cariño jamás aparece de la nada. En mi historia se forjó a largo de muchos años, y un hombre llamado Roberto Graiff tuvo mucho que ver.

          

Don Roberto era el abuelo de Gustavo Gaete, uno de mis grandes amigos de la infancia y con quién compartimos las primeros pasos en una pasión que se hizo y será larga, eterna. Juntos íbamos fecha a fecha a la cancha a alentar a Atlético. Roberto era socio vitalicio y era el mayor que nos hacía pasar al Monumental, el responsable.


Era una fija, sobre todo en los partidos nocturnos. Yo me quedaba a "hacer la tarea en casa de Gustavo", y su abuelo nos llevaba al partido. Los tres juntos, Gustavo, Roberto y yo, compartíamos el amor por unos colores, el celeste y el  blanco.


"La última vez que fue a la cancha fue el 1-3 ante Instituto en 1996, con los goles de Klimowicz. El estaba internado en casa, alimentado por sonda. Se sacó todo, no le importó y lo mismo fue al Monumental", recuerda su nieto sobre el hombre que compartió su pasión y amor.


El tiempo pasó, la primaria terminó y Gustavo y yo seguimos caminos diferentes y no nos volvimos a juntar. Hasta que Atlético nos volvió a unir.

                      

Fue en la puerta de La Bombonera, dónde Atlético se presentaba por primera vez en la máxima categoría del fútbol de Argentina, en 2010. El 0 a 0 quedará en la historia, así como el abrazo que nos dimos con mi amigo, aquel pequeño crack del fútbol infantil que ya se había convertido en uno de los mejores formadores de infantiles y juveniles de básquet en Estudiantes, allí casi en barrio Norte.


En los últimos años la calle y la vida nos volvió a cruzar esporádicamente, pero siempre en situaciones claves y, en muchos casos, con Atlético de por medio. Ayer, en Quito, nos volvimos a ver para compartir la gran pasión y amor por los colores celeste y blanco. Por el Deca, por la Copa, por Roberto.