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Yo fui becario del CONICET y no un parásito del Estado

Análisis

Qué es y qué puede dejar de ser el CONICET cuando cada vez somos menos.

En ese estante de mi biblioteca están los libros dedicados a Malvinas. Antes de la beca era un estante vacío.


Yo fui becario del CONICET. Hasta marzo de este año tuve una beca de postgrado que me permitió cursar el doctorado en Letras de la Universidad Nacional de Córdoba. Desde entonces a esta parte, muchos me han dicho becado de forma peyorativa, como insinuando que era el beneficiario de un Plan Trabajar vip y académico, algunos me han sugerido que agarre una pala, otros me han caracterizado como un estudiante crónico; un parásito prendido de la fructífera teta del Estado. No era raro que al contar que era becario, la respuesta automática del interlocutor fuera: “ah sos kirchnerista”, dando por sentado que si no lo era por propia convicción debería serlo por obligación, como si la beca fuera una forma de prebenda. Para salir del paso y evitar las arduas explicaciones, cada vez que me preguntaban a qué me dedicaba, muchas veces simplemente decía: “me pagan para pensar”.  Quizás la respuesta sonaba como una humorada presuntuosa, pero lo cierto es que siempre lo dije con orgullo, no de mí sino del Estado; un Estado que invierte para que se puedan desarrollar las ideas y el conocimiento.

Los prejuicios suelen ir de la mano con el desconocimiento y lo cierto es que la mayoría de la gente no sabe qué es lo que hacen los investigadores y becarios del CONICET. Yo tampoco lo supe hasta tener una beca. Entonces, cuando tenía la ocasión de explicar, lo hacía y contaba que para acceder a una beca hay que presentar, además de un detalle de todos los antecedentes académicos, un proyecto de investigación donde se detalla qué tema se quiere investigar y cómo. La clave está en encontrar algo que todavía no se haya pensado al respecto, o bien tomar lo que ya está pensado y pensarlo diferente. Después, una comisión de expertos en la disciplina evalúa las postulaciones y decide. Hay temas que el CONICET considera más prioritarios que otros, en mi caso, yo había elegido estudiar la literatura y el cine argentino sobre la guerra de Malvinas porque era una cuestión que, desde entonces, no ha dejado de apasionarme. Era un tema prioritario, lo supe por un asterisco colocado al lado de mi nombre en la lista. Estar en esa nómina de nombres te cambia la vida. Eso, también, lo sabés después.

Recuerdo que, cuando se enteraron, mis amigos me felicitaron como si hubiese ganado un premio. Lo cierto es que yo también estaba feliz, no sólo volvería a estudiar, sino que ser becario me permitiría abandonar la precarización laboral que entonces me ofrecía el periodismo. Hoy estoy convencido que una beca es mucho más importante que cualquier premio. Un premio es el reconocimiento a una tarea cumplida, una beca, en cambio, es un impulso imprescindible para concretar esa tarea. Para lo que sigue después se necesita de ese empujón y muchas ganas.  Lo que viene consiste en sumar horas de cursos de postgrado y de idiomas, presentaciones en congresos y publicaciones. Hay que buscar muchos libros, luego hay que leer muchísimo y después escribir mucho también y seguir leyendo y nunca dejar de estudiar. La tarea consiste en aprender y después volcar ese conocimiento con la certeza de que será apenas un granito de arena entre las grandes dunas del saber. Y no, en ese proceso no es necesario volverse kirchnerista ni radical ni macrista ni nada. El CONICET financia la investigación, pero nadie te dice cómo tenés que pensar. No hay ningún condicionamiento político ni ideológico ni epistemológico. Investigar también es el resultado de cuestionarse a uno mismo, poner en duda todo lo que uno piensa y cree como cierto; cualesquiera que sean esas convicciones. Esa libertad para pensar y pensarse abre un nuevo universo de conocimientos. Esa libertad, te cambia.

Pero no se trata sólo de ganas de conocer, sino de asumir que una beca financiada por el Estado es un compromiso y también un privilegio en una sociedad donde no todos tienen las mismas posibilidades de acceso a la educación. Tal vez por eso el actual ministro de Ciencia y Tecnología, Lino Barañao, piensa ahora que en un país con un 30% de pobres no se puede aumentar el número de científicos. Entonces, lejos de crecer, el número de investigadores se reducirá un 60%  el año que viene. A priori, para muchos puede sonar lógico que la ciencia deje de ser una prioridad en este contexto. Ni que hablar de aquellas disciplinas que estudian el arte, la literatura o el cine. ¿Acaso el presupuesto que se le recorta a la ciencia se destinará a resolver las necesidades básicas de la población o sólo nos vuelve todavía más pobres?. Lo dijo Bernardo Houssay: Los países ricos no investigan porque son ricos, sino que son ricos porque investigan. Lo llamativo del caso es que el año pasado, mientras el propio Barañao conducía el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, se había decidido aumentar el número de investigadores como parte de una política de Estado que se inició en 2003. Ahora resulta que esa medida, en palabras del propio funcionario, se tomó sin ningún criterio. Es evidente que sí hubo un criterio y que ese criterio ahora cambió.

Las estadísticas dicen que hay alrededor de 10.000 investigadores ahora en el CONICET. De los que trabajan en laboratorios estudiando bacterias y buscando la cura de alguna enfermedad, pero también de los otros, de los que se instalan en las bibliotecas y se zambullen en la ficción para encontrar allí algunas respuestas que expliquen lo real, como fue mi caso. La estructura del organismo se parece a una gran pirámide: en la base se ubican los becarios, en su gran mayoría, jóvenes que inician su camino en la ciencia. Para llegar a la punta, donde están los investigadores, hay que cumplir con muchas exigencias de calidad y cantidad de producción científica. El recorte de presupuesto se acentúa en ese vértice donde están los científicos ya formados, pero, sin dudas, repercutirá en toda la estructura del organismo. Cuando yo obtuve mi beca, en 2010, esa base de la pirámide se había ensanchado lo suficiente como para que yo entrara. Ahora, muchos se quedarán sin su lugar en la pirámide. Lo que las estadísticas no dicen es que un país donde no se construye conocimiento es un país condenado a la pobreza. Porque un país que no se piensa a sí mismo no crece ni tampoco progresa.

En marzo, cuando me toque defender mi tesis doctoral, habré pagado parte de mi deuda con el Estado que me brindó la posibilidad de aprender y de crecer. Para entonces, seguiré pensado con orgullo que hubo un Estado que invirtió para que pueda formarme. Seguiré convencido de que he sido un privilegiado y que tengo que estar a la altura de las circunstancias para devolver ese privilegio. No quiero pensar que lo mío fue apenas la suerte de que mis ganas de saber coincidieran con la predisposición del Estado para impulsarlas. No quiero pensar que otros ya no tendrán esa posibilidad porque nos hemos vuelto un país irremediablemente pobre.