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"Las clases empezaron en julio": testimonio del sobreviviente de la última epidemia en Tucumán

HISTORIAS DE ACÁ

En 1956, Tucumán y toda Argentina se vio conmovida ante la presencia de un extraño virus contagioso que atacaba, especialmente, a los niños ¿Cómo fue aquel año particular? Un viaje en el tiempo a través del relato de un protagonista.

La epidemia de Polio causó 6500 contagio y más 600 muertes.





Es noviembre del 1955, último día de clases. Hacen 35°, un alumno cualquiera de una primaria cualquiera, se mantiene firme en la fila del acto. Él no sabe, no puede saberlo, que esa será una de las últimas veces que logrará estar erguido: pronto un extraño virus se apoderará de su sistema nervioso dejándole secuelas irreversibles. Su caso será solo uno de los 6500 que habrá en la Argentina. El 10% no sobrevivirá. 

Hace apenas dos meses, junto a las flores de la primavera habían venido las flores de los cementerios: la autoproclamada “Revolución Libertadora” llegó con bombardeos a plazas, fusilamientos clandestinos, sangre en las veredas y miedo en las calles. En Tucumán gobernaba Antonio Vieyra Spangenberg, que se había convertido en el cuarto gobernador en tan solo dos semanas. 

Mientras el flamante gobierno militar invertía todas sus fuerzas en prohibir la palabra “Perón”, el poliavirus se propagaba por todo el país. La enfermedad se transmitía de persona a persona, solo 1% de los que lo contraían se veían realmente afectados: todos eran niños. Poliomielitis, parálisis infantil, o simplemente Polio le llamaron al nuevo mal que atrofiaba los músculos de todo el cuerpo y que, con suerte, dejaba problemas motrices crónicos.

Ante la desesperación propia de tamaña emergencia, y con la ausencia de políticas sanitarias reales, surgieron muchos mitos: pintar paredes y árboles con cal, colgar alcanfor de los cuellos de los chicos, té de yuyos a los bebés. Todo hacía creer que así se evitaba el contagio. Algunas familias, incluso, mantenían a los recién nacidos envueltos en sábanas, como momias, dejándoles sólo la cabeza afuera, con el fin de aislarlos. 

A diferencia de ahora, aquel Gobierno no dictó la cuarentena y la gente siguió con su vida normal. A medida que el verano avanzaba, los contagiados aumentaban de manera exponencial. Llegado marzo, se tomó la primera medida seria: suspender el comienzo del ciclo lectivo de 1956.

Roberto Albornoz, historiador tucumano, por entonces rondaba los 6 años. Y recuerda aquellos meses: “Las clases empezaron en julio, y no perdimos el año. Íbamos cuatro horas diarias a la escuela y alcanzaron para finalizar a finales de noviembre, como todos los años. Por supuesto que hubo más exigencias de lo común”.

Don Albornoz muestra el boletín de aquel año donde llama la atención, por un lado, sus buenas calificaciones, pero por el otro, la cantidad de materias para un niño de primer grado: Aritmética, Lectura, Historia, Ciencias Naturales, Instrucción Cívica, Geometría, Religión, Física o Química y Economía, entre otras. “La escuela era muy difícil, mi papá llegó hasta 6° y con eso era suficiente para conseguir trabajo. Él era quien me ayudaba con las tareas cuando lo necesitaba”, recuerda. 


Albornoz, siendo tan solo un niño, salía tranquilo de su casa hasta la escuela Obispo Piedrabuena que quedaba en Crisóstomo Álvarez entre Congreso y Las Heras: “Yo vivía en la Sáenz Peña y Bolívar, ahí tomaba el tranvía que bajaba hasta la Avenida Roca y luego subía por la Congreso. Bajaba en la Crisóstomo. No tenía que cruzar ninguna calle”, relata su periplo infantil.

Hoy, los niños no tienen tranvías, usan la Ciudadana para manejarse en ómnibus, muchos de ellos se mueven en transportes escolares, o los propios padres los acercan en sus autos particulares. Pero lo que más diferencia a ambas generaciones son los entretenimientos en tiempos donde no hay clases.
“Recuerdo que yo leía Billiken o algunos libros. A las tardes me gustaba escuchar por radio Las Aventuras de Tarzán y cuando mi papá volvía de trabajar me sentaba con él para avanzar en mis aprendizajes”, relata Roberto.

En tiempos de cuarentena, actualmente, algunos chicos están recibiendo en sus celulares clases virtuales para no perder demasiado tiempo. Para entretenerse las redes sociales, YouTube, Netflix y los videojuegos se ofrecen más atractivos que la radio.Sin embargo, Roberto pondera la educación que recibió tanto él, como su papá: “Yo quiero mucho a la educación pública, porque nos capacitó a todos para trabajar y defendernos. No existían los colegios privados, solos los religiosos y los públicos. De la escuela pública salías preparado para todo”, concluyó con nostalgia Roberto Albornoz, sobreviviente de aquella pandemia, que tiempo después encontró su vacuna, se frenó la epidemia y hasta llegó a bastar unas gotitas con terrones de azúcar como prevención.