Historias de acá

Fernando y sus autitos: mil obras de arte con las que jugarán mil changuitos

Fernando Cosentino es el mentor de una iniciativa que reunió a más de 200 artistas tucumanos para que mil niños en situación de vulnerabilidad reciban un juguete único. De una imagen de tristeza a una sonrisa de felicidad, esta es la historia de un sueño que se transformó en mil autitos que son mil obras de arte.

16 Ago 2020 - 11:33

Fernando en su taller-balcón con algunos de los mil autitos.

Todo comenzó tres años atrás con una imagen que a Fernando Cosentino todavía le humedece los ojos. Estaba en Los Vázquez, el barrio de casas precarias que creció a la vera de un basural. Ahí, entre residuos y despojos, una niña jugaba con una botella de plástico cortada que cargaba con arena para después vaciarla y volverla a llenar. El arquitecto había ido hasta ahí porque le habían propuesto dictar un taller de reciclado para los vecinos que viven de lo que pueden obtener en el vertedero. El taller no se dictó nunca, pero la escena de esa niña con su juego rudimentario le quedó grabada como una cicatriz que revela un dolor pasado, pero siempre latente. Meses después, empezó a garabatear en un papel un plano que, primero, fue un círculo y, después, una figura más ovalada. Al dividirlo en dos y con una serie de agujeros, el dibujo adquiría la fisionomía de las siluetas de dos autitos. Luego, siguió todo lo demás: armar una red de casi 400 personas, organizar sorteos, conseguir los materiales, darle la forma de mil autitos a la madera y convocar a más de 200 artistas para que los intervengan y que, cada uno de esos juguetes, sea una obra de arte única e irrepetible; un objeto invaluable y un pequeño tesoro. Mil autitos, mil obras de arte con las que jugarán pronto mil changuitos tucumanos.

Cuando Fernando se saca el traje de oficinista de la Dirección General de Catastro, suele refugiarse en este balcón de tres por tres en un primer piso que da a la bulliciosa avenida Sarmiento, justo a una cuadra de la Plazoleta Mitre. El balcón de su casa es también su pequeño taller donde hay una mesa de trabajo, máquinas, herramientas acomodadas de manera prolija en un panel, una caja registradora de comienzos del siglo XX con sus entrañas mecánicas al descubierto y autitos de madera. Hay uno todo colorido con una cresta punk de crayones, otro con lentejuelas, con el dibujo de un jardín florido, con figuras geométricas, con mándalas, con caracoles de mar. Todos llamativos y cautivantes. Aquí es donde el arquitecto de 35 años prepara la superficie de los autitos y les hace los agujeros donde irán las ruedas para después entregárselos a los artistas que los pintarán, dibujarán o les pegarán objetos. Los autitos salen de este taller como un pedazo de madera y vuelven ya convertidos en obras de arte. Aquí es donde Fernando recuerda ahora con los ojos vidriosos aquella imagen de la niña de Los Vázquez; esa postal que fue el impulso de un proyecto creativo y colectivo acaso sin precedentes en la provincia: “Esa changuita jugaba con una cara de tristeza terrible. Ahí vi las ganas de jugar y no tener con qué. Eso me ha quedado grabado porque era no tener con qué ser niño ¿me entendés?”.


Antes del proyecto de los autitos y de su visita a Los Vázquez, empezó con el oficio de volver a darle vida a los objetos antiguos. Desde que se recibió de arquitecto en 2013, tuvo en claro que no quería trabajar en un estudio diseñando casas y departamentos para otros como lo hace la mayoría de sus colegas. Ese año coincidió con el furor del programa “Los restauradores” que pasaban por el canal de cable History Channel y Fernando se volvió fanático: “Lo veía siempre y un día digo: yo podría hacer eso. Dije, si me encanta verlo, me encantaría hacerlo. Y me mandé nomás. En ese momento tenía las herramientas básicas, un taladro y algunas herramientas manuales y mi vieja me regaló la lijadora”. Desde adolescente, se había dado maña para las reparaciones domésticas por las que competía siempre con sus dos hermanos varones. Cuando cursó la secundaria en el Lorenzo Massa se acercó a los oficios y, ya en la facultad, conoció el movimiento artístico británico Arts and Crafts que renegaba de la producción industrial a gran escala, para volcarse a lo artesanal. Con las herramientas y los saberes, arrancó, al principio junto a Franco Santilli, el proyecto “Desechos urbanos” de restauración de objetos antiguos.

Empezó a recibir muebles viejos, cochecitos de bebés de esos que venían con ruedas grandes como de bicicleta y cajas registradoras como esta de 1912 que descansa a sus espaldas. Entre las antigüedades, sus favoritas son las máquinas. A la hora de revivir objetos, el trabajo es minucioso y casi antropológico: hay que limpiar, pulir, reparar, buscar piezas faltantes y, si no aparecen, fabricarlas. Donde muchos ven apenas basura, él encuentra diamantes en bruto. “He decidido acercarme a la parte de las artes y de los oficios. Es algo que me da dinero, pero no me sustenta. A esto lo hago porque me encanta, lo disfruto un montón. Acá en Tucumán el rubro es todavía muy incipiente, no conozco muchos que lo hagan. Culturalmente, no somos una sociedad muy consumista de este tipo de cosas”, comenta.

En diciembre de 2018 hizo público el proyecto de los autitos. Ahí comenzó a tejerse una red cada vez más grande de personas que colaboraron con distintos materiales y que aportaron su trabajo. La mayoría de ellos, artistas que donaron algunas de sus obras que después fueron sorteadas. Con lo recaudado, se compraron las maderas y otros elementos. De ese espíritu colectivo, en sus distintas instancias, participaron alrededor de 400 personas. Entre ellos están los 216 artistas de distintas disciplinas (pintores, escultores, fotógrafos, arquitectos, actores, poetas, escritores y demás) que intervinieron hasta ahora los autitos y que Fernando tiene anotados en un cuaderno de hojas cuadriculadas. La mayoría de ellos son tucumanos, pero también han participado de provincias como Salta y Jujuy y hasta una fotógrafa de Chile. “Se ha tejido una red impresionante de artistas, incluso, de gente que no es artista y que ha querido participar. La primera convocatoria que he  hecho fue a artistas porque necesitaba elevar a los autitos a la categoría de obra”, destaca el mentor del proyecto.


El fuerte de Rambo, el auto de los Cazafantasmas, el Pescamagic, el yoyó con luces, los Playmobil, los muñecos de He-man, el peluche de Alf, el camión con volquete Duravit, el Bebote que llora, la pista Scalextric, los Rastris. Todos hemos anhelado algún juguete en nuestras infancias, ese deseo es el que alimenta a la industria que los produce en serie. Por mucho que hayamos querido tenerlos y por inalcanzables que fueran algunos de ellos, ninguno de esos era único, sino la repetición cíclica de sí mismo. Los mil autitos escapan a esa lógica (que es la lógica del mercado) para volverse objetos originales y, como tales, invaluables. Así lo ha imaginado Cosentino al momento de poner en marcha el proyecto: “Culturalmente, lo nuestro es la sorpresa. Desde que somos chiquitos el regalo viene envuelto porque es una sorpresa y esto tiene el aditivo de que no es una Barbie, porque hay trillones de Barbies en el mundo. En cambio, a estos no los tiene nadie más que aquellos que los reciban. La riqueza del proyecto para mí es esa, los mil autitos podían haber estado listos mucho antes, pero cuál iba a ser el valor de entregar mil autitos iguales… Soy consciente de que mil son pocos porque hay muchos más niños y eso también lo hace angustiante al proyecto; un proyecto que busca visibilizar y abrazar a quienes los reciban”.


Hay autitos con flores, con plantas, con peces, con pájaros, con paisajes, con planetas, con cielos, con ojos, con dinosaurios, con barriletes o con personajes como Thanos o Rayo McQueen. Cada artista elije libremente con qué motivo intervenir su obra y, entre todos, uno más colorido y bello que otro, hay tres que generaron cierta controversia cuando se dieron a conocer en las redes sociales: los tres autitos peronistas realizados por Julio Enrique Villafañe. “Hay tres autitos peronistas que han causado revuelo porque tienen calcos  de Perón y Evita. Son peronchos peronchos y a mí me han encantado, pero han saltado algunos a decir: ¡No! no pueden hacer eso con los niños. Mirá, yo de chico tenía una ametralladora de Rambo ¿Y quién es Rambo? Que tenga la imagen de un presidente de su país, quizás genere que se interese tempranamente por saber quién es”, lejos de avivar una polémica inexistente, Fernando se ríe de algunas de las reacciones mientras llega desde la avenida el sonido atronador de una moto con escape libre. Seguro que se trata de un peronista haciendo willy.

“He fantaseado mucho con volver a verlos a los autitos mucho tiempo después en las calles. Yo creo que estoy colaborando en la construcción de la vida de mis hijos con esto; una forma de construir recuerdos con mis hijos. Quiero que ellos vean que ellos también han formado parte de esto”, cuenta Fernando que es papá de Juana, de seis años, y de Joaquín, de 10 meses. Revela que muchos se han acercado con la intención de comprarle autitos y él ha rechazado cualquier oferta. De hecho, tampoco les ha regalado autitos ni a Juana ni a Joaquín: “Algunos me han cuestionado eso, pero es que mis hijos no los necesitan. Yo mismo estaría contradiciendo el proyecto si lo hago”.

Por estos días, Fernando está tratando de resolver cómo serán las ruedas que impulsarán a los autitos. Ha realizado varias pruebas con ruedas de madera y de resina. Hasta el momento, la mejor de las opciones es fabricarlas con una impresora 3D, pero se necesitarían varias impresoras para generar las 4000 ruedas. También está recolectando los más de 200 autitos que todavía se encuentran en manos de los artistas y ha convocado para que los entreguen en el Ingenio cultural (avenida Sáenz Peña y Domingo García) en el horario de 8.30 a 12.30. Lo que más tiempo le demanda dentro del proyecto es la gestión, por ejemplo, la insistencia en que aquellos que intervengan los autitos no se olviden de barnizarlos. Y para no volverse cargoso en su mensaje se vale de las redes sociales y de los memes: “Me encantan los memes, me parecen una herramienta de comunicación buenísima”.


Si se pusiera cada uno de los mil autitos en una baldosa de cuarenta centímetros, estos ocuparían 160 metros cuadrados y se extenderían por más de media cuadra ocupando todo el ancho de la vereda. El sueño de Constantino es verlos a todos juntos exhibidos antes de que sean entregados. Quizás, en el Centro Cultural Virla o el MUNT, proyecta mientras Milanga, la perra caniche blanca, se pasea por la casa. Y que sean los propios artistas que participaron del proyecto quienes los entreguen. Para eso todavía tiene que terminar de reunirlos y ponerles las ruedas, pero ya se imagina la felicidad de ese día. Felicidad propia por haber vuelto realidad lo que en principio no era más que un dibujo en un papel y, sobre todo, la felicidad de los niños y niñas que recibirán un juguete único. Fernando puede imaginar esa alegría porque  la conoció en la sonrisa de Sheila. Ahora, sólo tiene que multiplicarla por mil.


La historia de Sheila y el primero de los mil autitos


Cuando Fernando empezó con el proyecto,  iba a todas partes con un autito prototipo; el primero de todos que había intervenido la arquitecta Lara Company con la técnica del puntillismo. Esa vez, habían ido junto al fotógrafo Gabriel Lemme y Pablo Canelada a participar de la restauración del mural de la parroquia San Gerardo. Terminada la tarea, se cruzaron al frente a compartir una cerveza. Minutos antes de conocer a Sheila, no sabe bien qué fue lo que disparó el recuerdo de su madre, María Isabel, fallecida unos años antes. Y Fernando lloró. No había logrado terminar con ese torrente intempestivo de lágrimas cuando una niña se acercó hasta la mesa vendiendo bolsas de residuos. Y si bien la primera repuesta fue un no, instantes después ya se había arrepentido. La llamó y ella volvió.

“Lo primero que hago es estirarle la mano con el autito y medio que se hace para atrás. Ahí yo le explico que ese juguete que yo le estaba dando no lo tenía nadie más, que lo iba a tener ella nomás. Me he encargado de que ella entienda bien que ese autito no existía en ninguna otra parte. Ha sido tremendo ese momento, como le ha ido cambiando la cara”, recuerda ahora y otra vez tiene que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas. De la desconfianza inicial a la sorpresa posterior fue la reacción de la primera niña que recibió al primero de los mil autitos. Después, fue felicidad.  


Una semana después, una mañana mientras tomaba café en un bar del centro, Fernando se reencontró con la niña que, esta vez, se encontraba vendiendo limones. Como ese día llovía, ella estaba con capucha y sólo pudo reconocerla una vez que la tuvo cerca.

- Vos sos Sheila
- ¿Cómo sabe? ¿Por mi pulsera? – la niña se arremangó la campera y descubrió una pulsera tejida con su nombre.
- Yo te regalé un autito la semana pasada ¿Te acordás?

No necesitó decir nada, la respuesta fue una sonrisa grande; tan grande como los soles de los días soleados que dibujan los niños.

Aunque los autitos están destinados a niños que se encuentran en situaciones de vulnerabilidad, a Fernando no le gusta hablar de la iniciativa como una movida solidaria: “Esto es más bien una incomodidad, muchas veces, me han dicho que este es un proyecto súper solidario, pero no, no es un proyecto solidario, es un gesto nada más; un pequeño gesto de justicia para la gente que recibe el no nuestro todos los días. No quiero que el que lo reciba me agradezca, no… uno tendría que ir pidiendo disculpas con el autito en la mano. No quiero que digan qué buenito que sos, esto no pasa por ahí”.

Entre la triste imagen de la niña de Los Vázquez y la sonrisa de Sheila, está el sueño de alguien que imaginó regalar un juguete único, el trabajo de cientos de manos que trazaron su arte en la madera y de otros cientos de tucumanos que colaboraron para que el proyecto sea posible. Falta apenas un poco para que esa sorpresa feliz se multiplique: mil autitos, mil obras de arte, mil changuitos, mil sonrisas.  

  


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