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Quién es Héctor, el artista de La Costanera

Historias de acá

Fue cosechero de limón, obrero golondrina, repositor de supermercado y pintor de casas, pero ahora se dedica a plasmar bellos paisajes en los lienzos y a construir esculturas con objetos que recicla de la basura. Cómo vive y cómo piensa Oscar Héctor Falcón, el tucumano que hace arte en uno de los barrios más estigmatizados de la provincia.

Héctor en su habitación rodeado de obras.





Es una tarde de calor exagerado para cualquier primavera, para cualquiera menos para la tucumana. El taxi avanza por la calle Guatemala y Oscar Héctor Falcón le pide al chofer que se detenga justo antes de llegar al puente de la avenida circunvalación; el puente que marca el comienzo del barrio La Costanera. La casa de Héctor está dos cuadras más allá por esa misma calle asfaltada, pero no todos los taxistas cruzan ese límite y él, confesará después, no quiere escuchar otra vez una negativa ni tener que dar explicaciones acerca de quién es y porqué vive donde vive. 

La Costanera, la barriada donde los vecinos aseguran que proliferan los kioscos de venta de drogas y donde por las noches el sonido de las balas suele irrumpir la calma, siempre precaria, como muchas de las casas que se amontonan entre sus calles. A veces, son las itakas de la policía y otras no se sabe y, si se sabe, no puede decirse. Ahí, donde vive hace doce años, Oscar Héctor Falcón construye maquetas y esculturas con objetos que encuentra en la basura y plasma en los lienzos paisajes idílicos que nunca vio, pero que imagina. Ahí, en uno de los barrios más estigmatizados de la provincia, Héctor hace arte.

- ¿Qué es el arte? – le pregunto. 
- El arte es inspiración, algo que te surge y que tenés que plasmar de alguna manera.
- Y para qué sirve
- El arte me ha permitido ser quien soy…

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Oscar Héctor Falcón tiene 42 años y se presenta simplemente como Héctor. Tiene el rostro trigueño, anteojos, el pelo enrulado y con claritos y viste con una formalidad que parece excesiva; acaso incómoda para estos 34 grados: camisa mangas largas y pantalón de vestir, zapatos de cuero, de esos puntiagudos. La casa donde vive junto a su padre y su madre, Oscar y Carmen, como muchas otras del barrio, tiene techo de chapa y paredes sin revoque, muebles viejos y un televisor de 20 pulgadas. La cocina comedor es amplia, fresca. Quizás haya algo que la distingue de las otras casas de La Costanera: tiene las paredes colmadas de cuadros y los cuadros de colores. Una de esas obras, una de las primeras que pintó hace ya décadas atrás, retrata a un hombre con una guitarra a cuestas en un camino de campo. Está pintado sobre una lámina de chapadur de las que separan los fardos de gaseosas en los camiones de transporte. Héctor no sabe quién es el protagonista de su cuadro. Sus padres creen que podría ser él: un caminante, un artista, un bohemio. 



La pequeña habitación de Héctor es un universo desmesurado. Hay un barco velero, pingüinos emperadores, la maqueta de una casa y cuadros; muchos cuadros. Los lienzos ya no caben en las paredes, ni en los bastidores, se apilan y amontonan hasta cerca de la cama cucheta donde sólo queda espacio suficiente para dormir. El colchón de arriba está colmado de pinceles y herramientas. Hacemos un lugar entre tanto arte para sentarnos frente a frente. Los paisajes en los cuadros nos rodean, se nos enciman, nos meten también a nosotros entre las casas como las de los countries con personas haciendo footing en las calles y asoleándose en las terrazas. Casas como las de alguna campiña suiza nevada y un puerto abarrotado de barquitos. Los mundos de Héctor, todos, en este pequeño mundo.  

Ahora toma una de sus maquetas. Una casa de dos pisos toda vidriada; una edificación moderna y elegante: “Estoy trabajando en un  proyecto y quiero que la maqueta sea parte de una obra que estoy haciendo. Quiero que la casa que tengo pintada salga del cuadro, que sea como 3D. Es como un country y  la idea es que la obra continúe fuera del cuadro”. 

- ¿Por qué esos paisajes, esas casas?
- Cuando hice mi muestra pensaban que era arquitecto porque en la mayoría de los cuadros aparecen construcciones. Yo lo he imaginado, es como un juego. Tal vez sea un anhelo, como una forma de decir que me gustaría vivir en una de estas casas, no sé. 

Héctor trabajó un tiempo junto a su padre y a un primo pintando casas. Algunas de esas casas que le tocó pintar eran como esas que muestran sus cuadros: grandes, modernas, lujosas. También le tocó trabajar un par de temporadas en la cosecha del limón y probó suerte con la cosecha de manzanas en Río Negro, donde le pagaban un poco mejor, pero el trabajo era igual de arduo y agotador. Cuando vivía con su familia en Bella Vista y trabajaba como repositor en un supermercado, los dueños de la empresa le encargaron una maqueta de la iglesia de San Nicolás. La hizo y esa fue, de alguna manera, su primera muestra: la iglesia fue exhibida entre las góndolas y generó la admiración de los clientes. 

Su primera muestra artística fue recién en noviembre de 2015 en la sala Linares del museo Timoteo Navarro y se tituló “Geografías imaginadas”. Su obra estuvo exhibida varios meses, pero no fue precisamente un éxito comercial. No se desilusionó: “No me ha servido de nada. Había muchos interesados, pero no he vendido obras. Le dije a mi papá, todo es parte de algo, si no se da, no se da”. Entonces fue que partió a Mendoza y Rio Negro como obrero golondrina. Cuando volvió a Tucumán, volvió a su arte. 


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Las primeras obras que vendió Héctor fueron unos dibujos de Mazinger Z que le encargaron sus compañeros de grado de la escuela Divino Maestro. El dibujo animado fue muy popular en los setenta y ochenta entre los niños de todo el país y él había aprendido a trazar las líneas simples y geométricas del robot. Su arte no se limitaba al dibujo animado, ilustraba también las guías de estudio de sus compañeros: indígenas, próceres, plantas, lo que sea. “Uno aprende a dibujar y te sirve de mucho porque dibujabas y te pagaban. Me compraban los dibujos y mi entusiasmo era seguir dibujando, muchas veces, no salía al recreo por quedarme a dibujar. En ese entonces estaban de moda Mazinger y lo sabía de memoria”, rememora aquella infancia a la que recuerda como una infancia feliz. 

Lo que fue aprendiendo, lo aprendió de forma autodidacta: “Nunca me hizo faltar estudiar pintura, en mi familia sabían que lo mío era un don. Mi familia siempre me ha insistido para que haga arte y muestras”.

En aquellos años felices, fabricó algunos de sus primeros juguetes. Junto a su primo Daniel, que vivía en el barrio La Costanera, se habían acostumbrado a recorrer el basural clandestino que se había improvisado a la vera del río del Río Salí donde los camiones llegaban a dejar desechos de todo tipo y, después, se iban raudamente. Ahí, entre los despojos, un paraguas desgarbado podía transformase en un paracaídas y una hélice en el comienzo de un avión: “Teníamos esas aventuras de salir a buscar en la basura. Era… cómo decirlo…  basura linda. Era muy de oficina, papeles, lapiceras. Ahí he encontrado una hélice completa de un avión a radiocontrol, y dije wuau esto es oro para mí, con esta hélice me voy a hacer todo el avión después. Con tan solo encontrar la hélice mi mente ya pensaba en construir el avión. Me he hecho una avioneta y después la he colgado en mi pieza con tanza y estaba como flotando en el aire. Era fantástico verla”. 

Entre eso que los demás desechaban, siempre encontraba algo útil para su próxima maqueta o su próximo juguete. Se había acostumbrado a la acumulación de esos objetos y sus padres se lo recriminaban: “Mis viejos por ahí se enojaban porque llevaba mucha porquería a mi casa, trataba de esconder la basura bajo la cama o por ahí. Era una lucha para ellos, pero ya me conocían”. 

Actualmente, no se olvidado de aquella práctica de niño. Aunque ya no visita los basurales, camina atento a lo que puede encontrar en los cestos. En el centro de la ciudad, asegura, está la mejor basura, la más útil: “Hoy en día es difícil acercarse a la basura, voy viendo los cestos y en el centro me sucede que la gente de plata tira cosas que sirven. Capaz que es algo hecho de acrílico y, si está bueno, yo me lo llevo, esa es la verdad. Muchas veces cuando hay mucha gente tengo que esperar para no pasar esa vergüenza. Me ha tocado pasar por un conteiner  y sacar porque era una caja grande llena de acrílicos. Esto es oro, digo, si no llevo esto soy un tonto”. 


Ajenos al calor sofocante de la siesta tucumana, en su habitación, hay una pareja de pingüinos emperadores de porte robusto y galante que forman parte del ecosistema artístico que nos rodea. Tienen el corazón de telgopol y pelaje de tela, strass o chapa tallada que antes fueron latas de cervezas o de gaseosas. 

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La casa de la familia Falcón está en una esquina rodeada por una tela metálica. El patio es de tierra apisonada y tiene una gran morera que da sombra. En días de calor como este, Héctor prefiere escapar del clima asfixiante de la habitación y suele sacar su bastidor para pintar ahí. Ese ambiente cuasi bucólico puede transformarse en cuestión de segundos: “Muchas veces,  he estado pintando afuera y se armaban bataolas con gente corriendo para todas partes, gritos y disparos. Entonces dejaba el pincel y me metía adentro con cuadro y todo, era una batalla campal. Es difícil acostumbrarse y convivir con eso, es como estar en un campo de concentración y no en tu casa. A veces sucede algo y La Costanera está rodeada de policías y gendarmería. Acá siempre sucede algo”. 

En los doce años que Héctor lleva viviendo en el barrio le ha tocado ver enfrentamientos, peleas y hasta sufrió robos, pero, aclara “la delincuencia está todas partes, no solo en La Costanera”. Según cree, el principal flagelo actualmente en esa barriada popular ha sido el avance de la droga. La muerte acecha constantemente a los más jóvenes. El año pasado le tocó sufrir por la muerte de “El Mocho”, un vecino que fue asesinado: “Es difícil porque he conocido chicos que andan en la droga y es muy triste porque hay gente muy joven que ha muerto. Como este chico que ha sido asesinado y nadie ha podido hacer nada. Acá todo se sabe, pero no podés hablar”. Héctor espera que ahora, con la reciente construcción del CEPLA y decisión política, la realidad del barrio pueda cambiar. 

El arte, también, puede ser el camino. 

- Y para qué sirve el arte…
-  El arte me ha permitido ser quien soy. Me ha permitido mejorar yo. El arte es dejarle un legado a alguien también.  Creo que si uno tiene la cabeza puesta en un objetivo, tu mundo cambia, esa dedicación va a tener sus frutos. Mi vida fue tan frágil como el papel y el óleo le dio color.