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El último cumpleaños de Mercedes Sosa, en una crónica de Tucumán Zeta

10 AÑOS SIN LA NEGRA

A 10 años de la muerte de la emblemática cantora tucumana, su sobrina, Maby Sosa, retrata la reunión familiar en la que celebraron sus 84 años.





Este viernes 4 de octubre se cumplen 10 años del fallecimiento de la cantora tucumana más reconocida en todo el mundo, Mercedes Sosa. La emblemática artista dejó este mundo a los 84 años en el Sanatorio de la Trinidad en Palermo en 2009.

Su legado vive a través de sus obras que causaron gran impacto en diferentes ciudades del mundo y la posicionaron como "La Voz de América Latina". A través del Movimiento Nuevo Cancionero impulsó la música popular argentina en las décadas de 1960 y 1970. a la música popular argentina durante las décadas de 1960 y 1970.

Tras una década de su partida, su sobrina, Maby Sosa relata en una crónica para  Tucumán Z, la noche en la que sus seres queridos festejaron su último cumpleaños.

A continuación la crónica completa "Mi tía Marta".

No recuerdo cuánto le gustaba el chocolate a mi tía. Lo que recuerdo es a ella develando los escondites secretos de los bombones y chocolates que solían llevarle de regalo. Era divertido verla buscar en las cajas sacarse uno y convidar.

Esa noche de su cumpleaños había varias cajas de bombones. Ella a esa altura ya no comía nada (o casi nada, a eso no lo sabremos nunca) de chocolate. Tenía prohibición sobre un listado gigante de alimentos donde estaba todo, todo lo que a ella le gustaba más comer. Por supuesto, también estaban los chocolates. Como siempre, el cumpleaños era un día de celebración, de empanadas y locro de mi tío Chichí, sanguchitos de la panadería de la vuelta de su casa y algunos otros bocadillos que no recuerdo. Postres muchos y tortas también.

Ella estaba cansada, se la veía cansada. Sentada en su sillón azul, sonreía ante cada foto que le pedían. Descubrí después que en algunas sonreía mucho más, por ejemplo, en la que estaba con sus hermanos. Yo no me saqué fotos ese día. Eran las doce de la noche, ella ya había soplado la velita y se le notaba el cansancio. “En otro momento me saco foto, total es mi tía”, pensaba siempre. Y lo sigo pensando. Esa noche, después de las fotos, después de las velitas y después de no poder comer ni el 10% de todo eso que los invitados comían, mi tía tenía ganas de irse a dormir. Cada tanto, me aburría y me acercaba adonde estaba ella. “¿Está bien, m’hija?”, “Sí, tía, está hermoso el cumpleaños”.


En uno de los diálogos me dijo que enseguida se iba a dormir, que tenía sueño. Mientras hablaba, mientras nadie la veía, se estiró y con una rapidez asombrosa sacó dos bombones de la mesa. Nadie la vio. Escondió uno y del otro comió una mitad rápido, sin que casi nadie lo advirtiera. Al lado estaba uno de sus médicos. Tampoco se dio cuenta de nada. A los minutos, pidió que la acompañaran al cuarto. Realmente estaba cansada.
A mi tía no le gustaban tanto los chocolates, pero menos que menos le gustaba que le prohibieran cosas. De esa noche, me encantó descubrir ese gesto tan suyo, de una rebeldía casi incontenible. Después, con el tiempo, pensé que ese fue el último chocolate que mi tía comió en su vida. Ese fue el último cumpleaños que compartimos juntas.
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“¿Así que sos sobrina de Mercedes Sosa?”, me preguntó alguien en la escuela cuando tenía cinco años. Digo alguien porque realmente no tengo idea quién había sido. “Sí, no sé”, respondí. Yo no sabía que tenía una tía Mercedes. Mi tía era Marta. La Marta. La que estaba lejos y mandaba postales divinas. Volví a casa y pedí explicaciones. Ahí me enteré. Mi tía sí era Mercedes Sosa, una cantora muy reconocida que vivía en Buenos Aires, pero que ahora estaba más lejos, “afuera del país”, porque los milicos la perseguían y ella no podía cantar e incluso la podían matar. “Por eso, no cuentes nada de tu tía”, me recomendaron.

No sé cuánto tiempo habrá pasado de eso. Pero me acuerdo de mi papá volviendo de Buenos Aires con un casete y que en el casete, ¡estaba mi tía Marta! Cuando escuché los aplausos empecé a entender todo lo que me decían de ella, pero faltaba muchísimo todavía.

En el 82 mi tía ya estaba en la Argentina y había hecho su histórico récord de funciones en el teatro Ópera, en lo que fue considerado como el gran recital de la democracia, antes de que se fuera el gobierno de la Junta Militar. Comenzó luego una gira nacional que la llevó a recorrer el país después de por lo menos cinco años de exilio, y de tantos dolores. Le tocaba volver a cantar a Tucumán.

El aeropuerto de Tucumán estaba lleno. “Mercedes, no te vayas nunca”, “Tucumán te ama”, eran algunos de los tantos carteles que la esperaban esa tarde. Mi tía bajó del avión y la multitud que la esperaba comenzó a aplaudir en algunos casos y a llorar en otros. No sé qué habrán sentido mi abuela, mi tío y mi papá en ese momento. Pero para mí, que era la primera vez en mi vida que la veía en persona, esa sonrisa de felicidad triunfante fue inolvidable, volver a su tierra a cantar, ese sueño de noches y noches de angustia se estaba cumpliendo. A la salida el aeropuerto, se armó una caravana y a lo largo de toda la avenida había muchísima gente aplaudiéndola, llorando, gritándole todo lo que la amaban. Así fue como conocí a Mercedes Sosa. Mi tía Marta.

“Prima, ¿podés acercarte al hotel que estamos saliendo de las Termas con la mamá y está un poco nerviosa?”, me dijo mi primo Fabián por teléfono. Era diciembre de 2005 y mi tía volvía a cantar después de varios años en Tucumán. Ese recital no iba a tener a mi abuela sentada en la primera fila y para mi tía eso era devastador. Mi abuela, su mamá, había muerto en el año 2000 y para ella fue un golpe enorme. Tanto que durante meses marcaba el número fijo de mi abuela sólo porque la extrañaba. Ni siquiera la muerte puede quitarnos cotidianidad y era eso lo que a mi tía le pasaba.

Mi abuela Ema era la que organizaba la casa. Ella había decidido que mi tía, a pesar de llamarse Mercedes, iba a ser “La Marta”, le había dicho a mi abuelo que registre a su hija con el nombre Marta. Él decidió ponerle Haydeé Mercedes en lugar de Marta. “Ahora le vamos a decir Marta para siempre”, dijo Ema entonces y nosotros, su familia, le decíamos así: Marta.


Llegó a Tucumán nerviosa. Muy nerviosa. Con dolor de panza y angustiada, pero aún así, sonrió al verme y sonrió mucho más después cuando llegó al hotel mi papá para saludarla y estar con ella. Eran momentos en que estaba bueno que estén solos. No sé de qué será que hablaban, pero se pasaban horas susurrando cosas y de pronto, estallaban en una carcajada. Cuando estaba también mí otro tío, es decir, los tres hermanos era también así. Entre ellos tuvieron una alianza perfecta, hermosa, unidos por esa historia que parece construirse desde que un hermano está en gestación y que nunca se destruye. Así eran ellos. Recuerdos que iban y venían, confusiones de esos recuerdos, chistes, retos, opiniones, todo, ellos tres de pronto eran uno solo.

Esa noche que llegó mi tía, se acostó a dormir temprano. A dos cuadras, el escenario para el recital ya estaba casi montado. Al otro había que prepararse para el recital junto con la Orquesta de la Universidad del que iban a participar mi hermano Adrián y mis dos primos Claudio y Coqui. No habría más invitados. Mi tía era una gran madre también sobre el escenario. Y con cada artista que invitaba para compartir una canción ella se preocupaba mucho y eso le demandaba un montón de energía. Ese día, antes del recital, no paraba con las náuseas. Participó de una conferencia de prensa y luego descansó hasta la hora del ensayo. A mi hermano, que además de sobrino era su ahijado, le tocó ensayar el día del recital, le había dicho que eligiera un tema que él quisiera y él eligió “Zamba para los humildes”, una canción que mi tía Marta grabó en su primer disco. Compuesto por Oscar Matus, el papá de su único hijo, que el día anterior había cumplido años, del hombre que había escrito las canciones para que ella interprete. En medio de la canción, la tía empezó a llorar. Pudo sacar todo ese miedo, todos esos nervios, toda esa nostalgia en menos de un minuto. Luego, siguió con el ensayo la canción. Cuatro horas después, estaba arriba del escenario, sonriendo como siempre, orgullosa de sus sobrinos, mirándolos y conteniéndolos. Maravillosa como toda su vida. Una vez más, mi tía había vencido todo lo que le pesaba con una canción.


El escenario era horrible para mi tía. Pero cuando estaba ahí arriba era lo mejor que le podía pasar. Su miedo y su nerviosismo previo a los conciertos lo vi muchas veces. Sufría de una manera indecible. Y creo que todos nosotros por ella. Por defecto, mi familia sufre cada vez que cualquier artista sube a un escenario. Todos queremos lo mismo: que le vaya bien, que lo aplaudan, que no haya ningún problema técnico, que cante perfecto, que nadie le grite cosas desagradables, que sea feliz. Antes de subir al escenario a mi tía parecían pesarles las piernas, pero cuando aparecía en escena se erguía y salía caminando, sacando el pecho como explicándole al mundo que atajaba todo lo que viniera con esa parte del cuerpo.

En el 98, en marzo del 98 se realizaba un Congreso de la Federación Universitaria Argentina. En esa época, yo militaba en la Facultad de Filosofía y Letras y participé dentro de la delegación de la Federación Universitaria de Tucumán. El cierre del Congreso que, por cuestiones de coyuntura política fue importantísimo, era con un recital de Mercedes Sosa.

Mi tía había pasado ocho meses en cama y hacía dos o tres que había mejorado. Pero estaba débil. Muy flaca, caminaba despacio y no podía mover sus manos. Antes del recital, en el hotel, con mi prima Araceli, su nieta, la ayudamos a peinarse. Sus manos estaban tan débiles que no podía ni siquiera tomar con ellas un cepillo. Ya en el club donde se iba a realizar el recital, subió al escenario y con mi prima nos fuimos para un costado para ver el recital. Hacía mucho tiempo que no cantaba con público, que no cantaba en vivo, y tenía una salud todavía frágil. Sin embargo, esa tarde, comenzó su recital con una versión potentísima de “Sube, sube”, (de Víctor Heredia) y, en la mitad del tema, movió las manos como dibujando la canción en el aire. Mi prima y yo habíamos visto el gesto pero no nos dijimos nada. Cuando terminó la canción, ella, sin darse cuenta levantó un vaso para tomar agua. Mi tía acababa de curarse otra vez arriba del escenario.

“Soy muy tímida”, decía y le atribuía a eso su sufrimiento. Yo creo que era algo más que timidez. Porque apenas pisaba el escenario la dejaba de lado y jamás se atolondraba. Creo que ella tenía plena conciencia de lo que significa ser artista. Sabía que, además, no era cualquier cantora. Era la mujer que se había ido de Tucumán convencida del valor de su voz, segura de que había nacido para eso y ahora, a la distancia lo veo, comprometida con su origen pobrísimo. Cuando mi tía hablaba de su pobreza, lo hacía como una manera de explicar por qué ella cantaba lo que cantaba. Sabía con certeza lo importante que era ser artista, la responsabilidad que significaba eso y no estaba dispuesta a asumir el compromiso a medias. Por eso, cuando pisaba el escenario lo hacía con fuerza. Pero sufría. Cada vez que la veía enfrentar las escaleras para subir al escenario, recordaba aquel relato de ella subiendo al avión en 1979, cuando tuvo que exiliarse. Con el pecho inflado, una sonrisa congelada y la seguridad de que con la música podía vencer todas las maldades del mundo.

La tercera vez que la vi cantar en vivo a mi tía fue en Cosquín. Para mí era un mito, un lugar del que todos hablaban con mucho amor. Lo conocí a los 7 u 8 años, en uno de esos viajes familiares en que salíamos en delegación con el único fin de acompañar a la tía la noche de su presentación en el festival. El día de su recital, ella pasaba más tiempo en su cuarto y cuando salía hablaba de cualquier cosa, como no si fuera que la única noticia del lugar era que esa noche cantaba Mercedes Sosa. Cuando bajaba del escenario era otra fiesta, todavía recuerdo las mesas largas de músicos y familiares donde comenzaban a correr las anécdotas del concierto.


Pero de todas las presentaciones en Cosquín hay dos que recuerdo especialmente. Una de ellas es la primera vez que la vi cantar, su regreso al Festival de Cosquín. La plaza Próspero Molina estaba repleta, era una locura. En el recital fueron pasando momentos, invitados, diferentes canciones, hasta que llegó la hora de “Cuando tenga la tierra”. Cambió todo para mí en ese momento. Mi tía parecía gigante sobre el escenario, los brazos abiertos abrazando a los miles que lloraban desde las butacas. Un recitado perfecto, la voz impecable y la afinación perfecta. Yo tenía siete años y el impacto fue en cierto modo un viaje de ida. Esa noche lloré de la emoción. Más tarde, ya en la cena y cuando mi mamá le contó lo que me había pasado, ella me abrazó y me preguntó “¿Se emocionó, m’ hija?” Y yo en ese momento volví a llorar.

Mi tía solía aburrirse con facilidad. Y eso le había pasado cuando invitó a cantar a Charly García al Festival de Cosquín. ¿De qué podría alarmarse una Comisión que ya aceptaba baterías, bajos, guitarras eléctricas? Era un momento extraño en el folklore, donde la innovación pasaba por lugares insospechados, pero se presentaban a los artistas como los “más jóvenes”, “lo más modernos”. Charly García entonces no tendría por qué generar incomodidades. Pero las generó. Ese enero de 1997 que terminó con las muertes de José Luis Cabeza y Osvaldo Soriano fue agitadísimo. Apenas mi tía contó que llevaría de invitado a Charly García, todo explotó en Cosquín. Los artistas se pusieron de un lado y del otro. Los más tradicionalistas estaban indignados y los más modernos, entendían que era un hecho musical pero no sabían explicarlo.

Muchos periodistas y músicos cordobeses temían que García fuera un incentivo para que los más jóvenes corrieran a drogarse en masa y se convirtieran en tremendos rebeldes irrespetuosos para siempre del poncho, la guitarra y el bombo. Nada de eso pasó.

Cosquín estaba convulsionado y mi tía indignada con el revuelo que se generó. No entendía por qué los músicos cuestionaban tanto a su propio colega. Dio una conferencia de prensa explosiva que por sus declaraciones quedó en el recuerdo de varios periodistas, y al otro día fue el recital. Mi tía arrancó hermosa, perfecta. “¡Buenas noches, Patria!”, saludó desde el escenario. El repertorio que ella hizo esa noche fue puramente folklórico.

Desde la platea pedían por Charly. “Hubo demasiados problemas, el recital era mío, yo ahora voy a cantar por primera vez esta canción de Spinetta y García, ‘Rezo por vos’ se llama”, dijo en el escenario ya sobre el final del show. En la mitad del tema, apareció Charly con un traje de colores, impecable. Cuando terminó el tema, Charly se arrodilló frente a ella y se abrazaron. Ahí, esa noche se selló el pacto de amor entre los dos. “¿Ven que no pasó nada malo?”, dijo Mercedes al bajar del escenario. Detrás de camarines, el show se había disfrutado tanto como en la plaza y el nerviosismo ya había pasado. Mi tía, bajó del escenario, miró a Charly y largó una carcajada gigante. Había quebrado una nueva barrera.


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“¿No tenés miedo aquí?”, me preguntó una madrugada. “No tía, ¿por qué?”. “Yo siento miedo de noche en este living”, me dijo. Eran como las tres de la mañana, yo solía quedarme hasta muy tarde en su living escuchando la música que tenía mi tía. Era un placer gigante porque ahí conocí a muchísimos artistas que estoy segura de otro modo no iba a conocer. Mi tía era compulsiva con la música nueva. Quería escuchar todo, así que se compraba muchos discos, además de los que le regalaban. Y recomendaba. “Nena, escuchá este disco, te va a gustar”, decía.

Ella también pasaba la madrugada escuchando música pero en su cuarto. Esa noche se había levantado y no sé por qué vino al living. Me dijo que seguía extrañando a Pocho (su compañero que había muerto unos meses antes de que tuviera que marcharse exiliada) y que eso era lo que no le gustaba de estar en el living. Lagrimeó un poco, charlamos un ratito y nos fuimos a dormir. La tristeza de mi tía era un gigante.




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Si yo estaba en Buenos Aires un domingo, sí o sí tenía que almorzar en la casa de mi tía. Ese domingo de agosto fui como siempre. Había el menú de siempre, pollo, puré, arroz y alguna sopa. Mi tía no tenía ganas de comer así que se quedó viendo tele. Ese cuarto era su refugio, pasaba horas frente al televisor. Hacía poquito había salido el disco Cantora 1 y 2 que empezaba a escucharse en algunas radios. Mi tía casi no hablaba, podíamos pasar horas en silencio hasta que, cada tanto, hablábamos un par de frases. A veces tantas palabras no son necesarias. “Qué lindo disco, tía, está hermoso”, “¿Te gustó, nena?” “Sí, está hermoso”. “Espero que le vaya bien, trabajamos mucho”, me dijo, y seguimos viendo tele. Media hora después le dije: “Y qué bueno que esté nominado para los Grammys”.  Mi tía tardó en quitar la mirada del tele y cuando finalmente me miró me dijo “Maby, a mí ya no me importa nada. Nada de nada”. Dos meses después, murió.

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Hace calor en Tucumán. La pileta que mi tía había hecho construir en la casa de mi abuela estaba repleta. Yo llegué a esa casa de Barrio Jardín para estrenar la malla que me había regalado mi tía: era roja con lunares blancos y tenía una falda que me encantaba. Mi tía estaba en una hamaca paraguaya entre árboles. Se reía de todo. Los chistes entre mi papá, mi tío y mi abuela eran maravillosos y mi tía tenía una sonrisa de niña en ese momento con un amor que le vi pocas veces en los ojos.

Yo estaba en la pileta pegada al borde. Ella se metió al agua y me dijo que me iba a enseñar a nadar. Me dijo que me acueste sobre el agua, me agarró la espalda y me hizo recorrer la pileta cantándome despacito. No sé por qué nunca olvidé esa sensación. Hoy cada tanto, en algunos momentos, cierro los ojos y vuelvo a aquel cielo con sol, a la sensación del agua del cuerpo, a sus manos en mi espalda y el susurro de ella, de su voz, de Mercedes, de mi tía Marta.


*Las fotografías que acompañan esta crónica pertenecen al archivo personal de Mercedes Sosa.