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El clima y los tucumanos

Opinión

Estamos demasiado pendientes y nunca conformes con los devenires meteorológicos: ¿somos entonces como el termómetro quiere que seamos?

En Tucumán, del frío al calor extremo puede mediar sólo un par de horas y eso no nos resulta indiferente.


Si hace calor porque hace calor, si hace frío porque hace frío, si llueve porque llueve y sino porque no. Llegó el momento de decirlo, los tucumanos vivimos una relación conflictiva con un clima que parece nunca responder a nuestro principio de placer. Cuando uno se sube a un taxi o cuando se encuentra con una vecina en el ascensor del edificio, casi por defecto, el primer tema de conversación es el clima. Y no es que se trate sólo de un cliché dentro de los protocolos de buenas costumbres. Hay algo más, mucho más profundo y, si se quiere, determinante de nuestra forma de ser. Porque está claro que sentimos la necesidad de hablar del clima o de escribir sobre él en nuestras redes sociales. Y también parece que sentimos la necesidad imperiosa de plantar una bandera y tomar partido: o somos del calor o somos del frío. Decidirse por uno u otro se parece a caer en aquella tramposa y cruel pregunta que nos hacían de niños: ¿querés más a tu mamá o a tu papá? Como si acaso pudiéramos elegir entre frío y calor. El clima sucede, ajeno a nuestros deseos y voluntades. El clima nos elije a nosotros.

Con el clima no es tan sencillo como en el fútbol donde uno se hace del Santo o del Deca y listo, problema resuelto de una vez y para siempre. No hay matices en ese antagonismo que no admite traiciones. En cuestiones climáticas, sin embargo, uno puede ser del equipo del calor o del frío y renegar de cualquiera de esas sensaciones. Lo escuché el otro día en la verdulería cuando una señora se quejaba del repentino calor que hacía en pleno otoño. La doña se lamentaba, pero a la vez aclaraba: “Y mire que a mí me gusta el calor, pero no este calor”. Tenemos que entender que se refiere al calor de acá, al tucumano. Más allá de partidismos y camisetas climáticas, el problema parece residir justamente ahí: lo que nos molesta no es el calor o el frío, sino nuestro calor o nuestro frío. Padecemos un inconformismo climático que parece dominarnos. Acá nunca hace sólo calor o frio, hace un calor del pingo o un frío del pingo.

Mucho antes de que llegara internet, Google y toda esa parafernalia, mi viejo tenía su propio método para saber cómo salir vestido a la calle. Consistía en asomarse a la ventana para observar cómo iba vestida la gente que marchaba a sus labores cotidianos. Hoy creo que lo hacía sólo para no sentirse un boludo, o bien para sentirse un boludo más. Se dice que el mal de muchos consuela. Es que aquel método era demasiado falible y ajeno a nuestros abruptos cambios de temperatura: se sabe que uno puede salir de su casa cubierto por un mullido camperón que lo abriga del frío y, conforme avanza la mañana, se verá obligado por el calor a ir despojándose de sus prendas hasta quedar en mangas de camisa y cargando con toda la ropa que le sobra. Acá cualquiera que se anime a salir a la calle de polera es un kamikaze temerario. Del frío al calor extremo puede mediar sólo un par de horas, salir sobreabrigado o desabrigado de casa a veces es sólo cuestión de timba. El clima nuestro de cada día parece condenado a la imprevisibilidad. Bien lo sabe el meteorólogo Fernando Pazos, el hombre más injustamente puteado de la provincia en su extensión. El clima, caprichoso, se nos caga de risa.

Esos vaivenes arbitrarios y desconcertantes nos mueven a clamar por días y semanas la llegada de la lluvia y después, en cuestión de minutos, putear a los cuatro vientos cuando las precipitaciones vuelven al centro de la ciudad una Venecia sin góndolas ni taxis que nos rescaten del naufragio inminente. Sin embargo, creo que todos coincidiremos en que la esencia climática de Tucumán es el calor; el calor sofocante y húmedo que se siente en las pieles transpiradas y dibuja aureolas de sudor en nuestras camisas que parecen atacadas a bombuchazos. Acá las videntes podrían vaticinar el destino leyendo esas formas líquidas en la tela. Sabemos que los cuarenta grados a la sombra no son para los tucumanos pura hipérbole y figura retórica, son parte de la realidad pragmática y palpable de cada día de verano. Lo amamos, lo odiamos, pero nunca seremos indiferentes a nuestro calor, o la calor, en su forma femenina todavía más magnífica y portentosa. A pesar de su presencia apabullante, vivimos nuestro calor con bastante hipocresía. Lejos de asimilar esta inclemencia y emular a los caribeños que visten sombreros y guayaberas, acá, vaya uno a saber por qué absurdo código de formalidad y de etiqueta, no te dejan entrar a los boliches de bermudas o con sandalias. Sabemos que hace calor, mucho calor, pero no obramos en consecuencia. Hasta los vendedores de perfumes salen a la peatonal vestidos de traje en una provincia donde el uso del traje en verano debería estar prohibido por alguna ordenanza municipal. No nos hacemos cargo del calor y lo estigmatizamos, como si ese calor no fuera ya parte de nosotros mismos.     

No pretendo caer en esencialismos, pero convengamos que padecemos de cierto determinismo climático. ¿Acaso somos como el termómetro quiere que seamos? Es una hipótesis tal vez incomprobable, pero parece haber una estrecha relación entre nuestro humor y el devenir meteorológico. Nacidos y criados en este magma caluroso que puede, de pronto y sin previo aviso, tornarse frío podemos también nosotros cambiar de carácter de repente. No es para menos dirá con justa razón cualquier alérgico cuya salud sufre periódicamente las consecuencias de esa bipolaridad climatológica. Pero hay algo más, que cala muy hondo en cada uno de nosotros y que nos hace ser como somos: intensos como el sol que nos agobia en verano, iracundos como las tormentas que nos inundan, raras veces templados como algunos días primaverales, extrañamente gélidos como las escasas jornadas de frío invernal. En todo caso, nunca del todo conformes con nuestra propia temperatura ni con nosotros mismos.