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Una vida en la Normal: la escuela celebra a Víctor Quipildor, el gran preceptor

HISTORIAS DE ACÁ

Más de 30 promociones se reunirán para despedir al hombre fundamental de la institución: pisó su patio y sus aulas a los cinco años y no se fue más: "Bienvenidos a la Escuela más linda del mundo". Una historia fascinante.

Víctor Quipildor (izquierda), toda una vida en la Normal. Las fotos son de su álbum familiar.





El primer recuerdo nítido que tengo de mi secundaria corresponde, en realidad, a unos meses antes de empezarla. Se trata de una mañana cálida de diciembre de 1998: entré a La Escuela Normal por segunda vez en vida para averiguar si logré pasar el examen de ingreso. Desorientado ante la inmensidad del edificio, un tipo de pelo canoso y ojos claros me indicó dónde está el pizarrón que debía revisar. Le hice caso y recibí con alivio la noticia de haber aprobado. Un alumno de algún curso avanzado y bastante grandote me extendería su mano diciéndome: “Bienvenido a la Escuela más linda del mundo”.

Admito que me costó entender ese concepto: “escuela” y “linda”. eran dos palabras que jamás antes había utilizado una a la par de otra, al poco tiempo ya no podría separarlas. Pasado el momento, relajado por las buenas noticias, necesité conocer el baño de ese establecimiento, no tuve más remedio que recurrir al hombre del pelo gris para que vuelva a orientarme, finalizó su indicación con la expresión “mi hijo”. En ese momento pasó desapercibido, pero hoy entiendo la trascendencia de aquel dialogo: acababa de ingresar a La Escuela Normal, por lo tanto acababa de ser adoptado por este tipo, sin saber, me había convertido en un hijo más de los miles que tuvo y tiene Víctor Quipildor.   

Porque este preceptor al que llamamos simplemente “Víctor” nos adoptó a todos, a los más de 10 mil que fuimos sus alumnos, y no lo hizo de manera voluntaria, o mejor dicho, de manera consciente, lo hizo por vocación, por empatía, porque así le salió, porque nunca encontró, pero tampoco buscó,  otra manera de relacionarse con nosotros.

Hoy, 21 años después, de esa primera conversación, charlamos largo y tendido en su oficina en la planta alta de La Normal, me llama “hijo” varias veces y yo no puedo evitar recordar esos años a los que volvería siempre. 

“Nunca quise que ustedes fueran un número en una planilla”, me dice y ahí comprendo que esa fue su mayor virtud: humanizarnos, individualizarnos, a pesar de ser cientos los que llegamos  y otros cientos los que nos vamos todos los años, así y todo, logró acercarse, conocernos y entendernos en un momento de la vida en el que, en general, nos sentimos incomprendidos. 

Sin dudas, por todo esto, ahora que se está jubilando, alumnos que hace 25 años egresaron se acercan a saludarlo, a acompañarlo en sus últimos días de servicio, a devolverle algo de lo que dio. Por eso se está organizando una “fiesta despedida” con más 30 promociones involucradas.

Tras 34 años dejará su cargo como preceptor, si a eso le sumamos los 12 que tuvo como alumno, podemos decir que ha pasado 46 de sus 61 años de vida asistiendo todos los días a La Normal ¿Cómo no considerarla su casa? 

Tenía 5 años cuando fue aceptado como alumno, por entonces vivía en una casa con techo de chapa y piso de tierra que, cuando llovía, con su padre debían llenar de aserrín para evitar el barrial. En ese contexto, su madre logró romper algunas barreras socio-económicas y conseguirle el asiento escolar a él y sus hermanos. “Me encontré con un mundo nuevo, lleno de exigencias, pero también con mucho amor. Me prestaban los libros y los materiales para poder estudiar y más de una vez me dieron para comer”, recuerda.

Cursaría 7 años de primaria y 5 de secundaria hasta egresar, luego vendrían años en la facultad como estudiante de ingeniería,   el paso por el servicio militar obligatorio, hasta que en el 85 volvería a su lugar en mundo, ahora como preceptor. “Jamás me olvidé que fui alumno, esa es la base fundamental de mi trabajo en La Escuela. Eso me permitió acercarme a los chicos y poderme brindar a ellos como Víctor y no como un preceptor”, explica.

Víctor con su familia. Tiene miles de hijos e hijas de corazón en la Normal. Ejemplar.

Ya en su cargo, en el marco de unas actividades de egresados que repararían varios sectores del edificio, conoció a una ex alumna que había asistido a la institución justo en el lapso de tiempo en el que él estuvo afuera. Se enamoró a primea vista, se casaron en la Sala de Profesores y tuvieron 3 hijos que también fueron  alumnos de La Normal. 

“En ese momento no pasaba una buena situación económica, por lo que no podía afrontar una fiesta de casamiento. Entonces entre docentes y estudiantes me organizaron el festejo en el segundo piso, fue en La Sala de Profesores. Fue una gran sorpresa, yo salí del Civil y ya estaba todo armado”.

“Cuando nació mi primer hijo –continúa-, los chicos estaban en clases, se enteraron y abandonaron la escuela para ir al Sanatorio. Lo médicos me pedían por favor que les dijera que se vayan. Eran un montón”, recuerda con los ojos vidriosos. 

Víctor asegura acordarse de todos sus alumnos: “De algunos puedo olvidarme los nombres, pero de cara los reconozco a todos, aunque lleve años sin cruzarlos. Recuerdo a que grupo pertenecían, sus noviazgos, quienes eran sus amigos e incluso muchas de sus historia de vida y hasta los secretos que alguna vez me confesaron. Los he visto crecer, hay algunos a los alzaba para que pudieran llegar al mostrador del kiosco a comprar caramelos y ahora son padres de familia. Hay un alumno mío que hoy es el médico de mi hijo”, me cuenta con emoción. 

Entre anécdotas, recuerda cuando un día, en su primer año como preceptor, debió subirse al altísimo tanque de agua a convencer de bajar a un alumno que amenazaba con tirarse. O cuando Félix Cerrutti ya mostraba su vocación por el periodismo deportivo desde la adolescencia llevando las estadísticas de los partidos de La Liga. O cuando Mariano Aquino de la promoción 89 la rompió en “Feliz domingo” interpretando a un héroe de Malvinas dejando perplejo a Silvio Soldán, luego logró abrir el cofre y ganar el viaje a Bariloche. Se le caen algunas lágrimas cuando menciona a Pedro Martín Fernández, Capitán del ARA San Juan: le parece que fue ayer cuando en algún lejanísimo recreo lo escuchó decirle que su sueño era ingresar a La Marina. 

Entre llantos emocionados y risas termina la charla y es la hora de despedirnos: “Mirá vos -me dice- ¿En que momento dejaste de corretear por aquí y te convertiste en un periodista que viene a entrevistarme?”, me pregunta sonriendo, pero yo no tengo manera de responderle eso.

Salgo de la oficina y me dirijo hasta la salida, voy pensando que la próxima vez que entre ya no lo podré saludar, ya no estará. Entonces se me ocurre una idea fantasiosa: si La Escuela de pronto dejará de ser un edificio inerte y tomará alguna forma viva, ¿Cómo sería?, digo: Si esas columnas gigantes, techos altos, escaleras de mármol, barandas de bronce, pisos de madera, se hicieran de carne y huesos: ¿a quién se parecería?

La respuesta es rápida, casi inmediata: La Escuela sería Víctor Quipildor. Sí, la escuela sería exactamente como él: nos cobijaría a todos sin pedir nada a cambio. Nos entregaría un pedacito de su vida a cada uno. Sería generosa de manera inconsciente. Nos conocería y reconocería a todos y jamás nos olvidaría, pero también sería inolvidable para nosotros. Así sería la Escuela, como Víctor. O tal vez Víctor es la Escuela misma. O es probable que se hayan ido mimetizando, que ya no puedan ser el uno sin el otro. No lo sé.

En fin, creo que las instituciones trascienden a las personas. Pero también me gusta pensar que hay personas que hacen trascendentes a las instituciones. Ese es el caso de La Normal y Víctor. Es la casa y el anfitrión. Víctor siempre dice que ”La Escuela late”. Víctor es su corazón.