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La familia rompe el silencio: qué pasó con Matías Diarte, el hincha que falta

HISTORIAS DE ACÁ

El jueves 7 de septiembre de 2018, el hincha de San Martín fue salvajemente atacado por hinchas de Boca en Formosa. Cuando volvió a Tucumán, 21 días después ingresó a operarse en el sanatorio Rivadavia. Su padre Rubén, su madre Lita y su pareja María José (hoy embarazada de siete meses) cuentan por primera vez qué les dijo en la ruta y denuncian qué ocurrió en el quirófano. Fotos y videos.

Matías Diarte junto a María José, el amor de su vida y madre de su futuro hijo: Simón.





Son las siete y media de la tarde de este martes 12 de marzo y a través de la escalera caracol del café Bernasconi sube la familia de Joaquín Matías Diarte. El padre, Rubén Alfredo Diarte, viste una remera de San Martín y tiene una gigantografía enrollada en sus manos. En unos minutos piensa desplegar la imagen de su hijo en la marcha de la impunidad que se realiza todos los martes aquí al frente, en la plaza Independencia. Detrás de Rubén sube Lita, la mamá, con dos bolsas de cartón que cargan fotos plastificadas de personas sonrientes, sonrisas tapadas con las palabras Culpables y Asesinos. Y luego aparece María José, la novia, quien deja en la mesa un libro infantil con las tapas acolchadas. Es un libro-almohada y es para Simón Joaquín, el bebé de Matías Diarte que nacerá en mayo.

Al sentarse a la mesa que está pegada al ventanal, María José se seca el sudor con las servilletas e improvisa un abanico con las palmas abiertas de las manos. Además del bebé que espera, está agitada porque vino caminando 12 cuadras hasta el bar de San Martín al 400 desde la clínica de rehabilitación para niños especiales donde trabaja. Luego de que Rubén pida un cortado chico, y Lita y María José una merienda de café con leche y tortillas, la charla con la familia Diarte se extenderá durante una hora y media, noventa minutos, lo que dura un partido de fútbol. O una operación de rodilla, por ejemplo. Es decir: hay tiempo hasta llegar a conocer en detalle lo que empezó el jueves 7 de septiembre en Formosa y lo que pasó el mediodía del sábado 29 de septiembre en el quirófano del sanatorio Rivadavia en Tucumán.

Para conocer a Joaquín Matías Diarte es necesario, por ejemplo, saber que Rubén, su padre, se refiere a su hijo como Joaquín: “Se iba a llamar Joaquín Alfredo, como un querido amigo mío, pero la Sole, su hermana, le cambió a Matías y así quedó para todos”. A su lado, María José le pone azúcar al café con leche mientras cuenta: “Al Gordo también le decían Sandía, Mocho, Ñoqui”. Los apodos de Mocho y Ñoqui tienen el origen en la forma de los rulos de Matías y las primeras anécdotas: “Los primeros rulos que se cortó los guardó en la heladera en una bolsita. Tenía siete años”, relata Lita. “Desde chiquito siempre ha sido muy determinado. Cuando Joaquín era chico, en el apogeo estaba Rodrigo, que se teñía el pelo de verde, de azul. Un día me pidió permiso para teñirse como El Potro. No lo dejé y se fue a teñir las mechas solo”, se ríe Rubén. Y Lita remata: “Le duró un día el chiste: ahí nomás volvió a la peluquería para que le pasen la máquina”.

Es en El Potro Rodrigo en quien Rubén encuentra algunas coincidencias con la vida de su hijo: “Siempre ha vivido la vida acelerado, como el Potro. Era un loco lindo. Se hacía querer por todos. Hasta el día de hoy se acercan amigos que no conozco y me preguntan cómo ando. Siempre fue así, desde que empecé a llevarlo a la cancha. Y cuando jugaba, le veías el carácter: ya en las inferiores de San Martín era 5, bien aguerrido. En los partidos con mucha adrenalina sobresalía. Su sueño era jugar de 9 pero era inútil con la pelota. Le gustaba ir al Complejo y viajaba con las inferiores, hasta que dejó el fútbol”.

Mucho antes del último viaje a Formosa para alentar a San Martín contra Boca por la Copa Argentina, la historia de Matías Diarte con los viajes empezó en Cebil Redondo. O cuando iba y volvía solo de la escuela: “A los 6 añitos ya viajaba solo al colegio. Se tomaba el 103 para ir al Kennedy. Le enseñé el camino para que supiera cómo tenía que hacer si yo no lo podía ir a buscar”. O cuando iba a Ciudadela: “Yo lo acompañaba a la cancha, lo dejaba en la cancha y después lo buscaba. Siempre lo he controlado, pero siempre viví con ese miedo de que algo le pasara. Mi hijo vivía por San Martín: no se compraba nada que no sea ropa de San Martín. Esta remera que tengo puesta es de él, yo he heredado toda la ropa de él. Era un buen hijo”, dice Rubén estirándose el escudo y cuando mira el escudo de la remera que usaba Matías llorará por primera vez durante esta nota. Se quiebra, le brota el llanto, le sale como si lo tuviera contenido todo el tiempo en el pecho, como lo que es: llorar al hijo, dejar que el silencio se instale en la mesa durante unos segundos y que el mozo de Bernasconi no sepa bien qué es lo que está pasando mientras deja las meriendas, mientras Lita le alcanza un pañuelo de tela bordó y un vaso de soda: “Es todo es muy reciente”.

Para descontracturar el momento, María José contará cómo conoció a Matías: “Siempre fue muy pegado a su padre y a su madre. Pero después les quité el hijo. Lo conocí en el bautismo del hijo de mi hermano, amigo de Matías. Yo le llevaba seis años, pero siempre pareció más grande. Estábamos bailando cuando se me acerca y le pregunto: ‘¿Cuántos años tenés?’ En ese momento tenía 18 y me dice que tenía 27. Y que trabajaba en el Subsidio de Salud y era administrativo, que es en realidad lo que hacía el padre. Empezamos a mensajearnos, después nos encontramos en un carnaval y desde ese día estuvimos juntos durante seis años”.

María José, desde el comienzo de la relación, supo que a Matías los accidentes siempre lo persiguieron. Y siempre en la pierna izquierda, el motivo de su última internación. “Tenía muy mala suerte. Adonde iba, le pasaba algo. Una vez cerca de la cancha, en la Roca y Pellegrini, tiraron una bomba, rebotó en un árbol y le cayó en un pie. Ese día lo llevaron al Padilla, se le infectó. Todo siempre le pasó en la misma pierna, en la izquierda. Otra vez se le cayó un parlante y se quebró por primera vez esa pierna”. Y Rubén agrega: “Cuando era chiquito se quemó el pie izquierdo, le quedó la cicatriz de la noche que le cayó una brasa. Era invierno y había puesto el brasero con una chapa abajo para que no cayera la ceniza al piso. En eso viene corriendo Matías, pisa la chapa, le salta la brasa y le cae justo adentro de la botita. Saltaba del dolor pero no me decía nada hasta que nos dimos cuenta. Tenía cuatro años”. 

Joaquín Matías, con su papá Rubén, en la casa de El Manantial.

Los años de novio con María José coincidieron con una fidelidad de Matías a San Martín siguiéndolo a todas partes. De local, cuando ganaba San Martín, volvía en moto a su casa de El Manantial. “Yo jugaba a la loba con mis amigas, entraba Matías al living con la moto y de los bocinazos las hacía saltar del susto. Son las amigas que ahora me acompañan en todo este momento. Es muy difícil estar solo”, cuenta Lita, para dar paso a lo que pasó antes del viaje a Formosa, cuando Matías planificó ir a ver a San Martín con el grupo de amigos de San Cayetano, de Las Talitas, de El Colmenar, de Ciudadela, de El Manantial.

“La noche previa al viaje a Formosa viene Matías y me pregunta: ‘Mamá, ¿qué me podés prestar 1.500 pesos?’ Yo ya había cobrado, pero le dije que no. Él tenía plata, pero siempre fue muy generoso y quería llevar más. Siempre trabajó de lo que sea para tener su dinero: era portero, gasista, vendía repasadores, cortaba el pasto, no tenía pudor. Últimamente hacía reemplazos en edificios: en la Laprida, en la 25 y Marcos Paz, Córdoba al 700, agarraba turnos a la espera de que le dieran un cargo. Y cuando no trabajaba ahí lo hacía como gasista. Con la plata que había juntado se fue a Formosa a ver San Martín: ya tenía los pasajes”.

Ese miércoles 6 de septiembre a la noche, decenas de colectivos de hinchas de San Martín esperaban sobre la avenida Roca y Matienzo. Desde las nueve los choferes ya estaban con las luces encendidas mientras en las calles se vivía un clima de fiesta: telones extendidos sobre las rejas de la Quinta Agronómica, Luisito López Mendoza atendía las mesas del bar Taca lamentándose por no poder viajar, Los Pibes del Ritmo le ponían música a la espera, Franco Vitaliti andaba ansioso por volver a la provincia adonde había ido en moto con su hermano para ver la final con Patria y muchísimos hinchas más persignándose en las grutas del Gauchito Gil. Hasta que los motores finalmente se pusieron en marcha, los colectivos arrancaron en caravana y los acompañó el deseo de los que se quedaron en Tucumán: “¡Buena ruta, Cirujas!”

Matías viajaba a ver a San Martín a todas partes con sus amigos del Manantial, San Cayetano, El Colmenar y Ciudadela.

El partido contra Boca se jugaba al día siguiente, el jueves a las seis de la tarde. Pero lo único en lo que pensaba María José era en Matías: “Siempre me ponía nerviosa cuando viajaba”, reconoce y relata la conversación que todavía tiene guardada por WhatsApp de aquel día: “Tempranito le mando un mensaje a Matías: ‘¿Cómo vas?’. Él me pone: ‘Ya estamos por llegar’. Al rato le pongo: ‘Bueno, avisame cuando llegués’. Y ahí quedó un solo tilde. O se le acabó la batería o perdió el celular, pensé. Pero a partir de ese momento ya quedé preocupada y empecé a ver cada dos por tres el celular”.

Ya era el mediodía del jueves 7 de septiembre cuando María José se tomó media hora en la clínica donde trabaja para almorzar. Cuando sacó de nuevo el celular, decenas de mensajes le empezaron a aparecer en la pantalla, todos juntos: amigos, familiares y números desconocidos le mandaban dos videos y la misma pregunta: “A algunos números no los tenía ni agendados. Cuando abro el primer video y aparece Matías sentado en la ruta, me largué a llorar y empecé a leer los otros mensajes: ‘¿Es tu novio?’ ¿Es tu novio?’ ¿Es tu novio?’ Y cuando ví el segundo video donde lo patotean y aparecen los hinchas de Boca corriendo al colectivo, ahí sentí que me moría”.

Lucho Manso, corresponsal de ESPN en Tucumán, publicó ese mediodía en Twitter las imágenes que le llegaban a la familia Diarte. Los medios empezaron a hacerse eco del ataque. La confusión por la primicia los llevó a hablar de una balacera. Lo cierto es que en cuestión de minutos todos sabían que algo le había pasado a Matías. Sus hermanos se comunicaron: desde Jujuy, Solange habla con su padre, y desde Buenos Aires, Juan Carlos pregunta qué se sabe. Rubén estaba trabajando en el séptimo piso del edificio del Subsidio de Salud en Las Piedras. Hacía unos minutos que había vuelto de comprar pan para el almuerzo cuando leyó los mensajes y atendió el llamado de María José. “Me decía que había un video de Joaquín tirado en el pavimento. Les digo a mis compañeros que me voy porque hubo un problema con la hinchada de Boca. Bajo corriendo por las escaleras y me alcanza un compañero: ‘Vamos, Rubén, te llevo en la camioneta’. Ese día, como nunca, había mucho tráfico. Lo único que quería era llegar a mi casa”.

Antes de llegar a su casa, cuando Rubén había ido a comprar el pan para el almuerzo pasó por una santería en diagonal al edificio de OSDE, sobre la calle Buenos Aires. Le había gustado una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Cuando entró a preguntar el precio, le dijeron que costaba 2.300 pesos, pero que podía ir pagándola en partes. Les dijo que en unos días volvería con la plata a buscarla: “Cuando iba de regreso a mi casa, me acuerdo de la imagen de Jesús y le pido que me lo cuide. Entro corriendo a mi casa, la tele estaba prendida en TV Prensa, y por primera vez veo el video donde aparece Matías sentado. En ese momento me tranquilizo porque pensaba que me lo habían matado”.

Mientras las imágenes del ataque se repetían, el celular de Matías no respondía. “Buscaba plata para que alguien me llevara a Formosa, pero no tenía cómo ir”, recuerda Rubén. María José, sin poder dar con él por teléfono, se fija en las fotos que había subido del viaje con los amigos. Uno de ellos era Santiago, a quien ve conectado por Facebook y le pregunta: ‘Hola, soy la novia de Matías, ya sabemos lo que ha pasado, ¿no sabés adónde lo han llevado?’ Me dice que no: ‘Todos estamos en un predio, se fue con el coordinador al Hospital de Formosa’”. María José busca en Google el teléfono del hospital y llama: ‘Hola, sí, disculpe, estoy buscando a un hincha de San Martín que fue golpeado’. La recepcionista le dice que llegó y ya se fue a declarar a la comisaría con otro muchacho. Llama a la comisaría y ruega hablar con él. Le habían robado el celular, la camiseta y la billetera”.



Toda la familia estaba reunida de urgencia en El Manantial cuando finalmente recibió el llamado de Matías desde Formosa. Al escuchar sus primeras palabras, María José no puede ocultar la angustia y Matías le dice: “Gorda, quedate tranquila. Estoy bien de la pierna. Me la han enyesado pero sólo por las dudas. No llorés, mi amor. Estoy bien”. María José le pide que por favor no vaya a la cancha, pero Matías se toma un remis, los hinchas hacen una vaquita y entra al estadio Antonio Romero con la pierna enyesada, de buen ánimo, alentado por los hinchas, sonriente, sacándose fotos con la radiografía: “Pensándolo bien era mejor que estuviera con los hinchas en vez de que anduviera solo. Pero recién nos volvió el alma al cuerpo cuando volvió y al día siguiente fuimos a buscarlo a la Terminal”.

Entre lágrimas y abrazos por el reencuentro, Matías le explica en detalle al padre cómo fue el ataque: “Yo le digo a mi hijo: ‘Joaquín, ¿cómo ha sido? He visto en un video que se amontonan como 50 hinchas alrededor tuyo a pegarte y lo único que tenés mal es la rodilla’. Me explica: ‘Lo que pasa es que había gente grande de Boca que no ha dejado que me peguen más, que trataban de frenar, de separar’. Eso pasaba hasta que vino uno corriendo y le ha saltado con las dos piernas encima de la rodilla”. Y María José agrega: “Cuando le pido que me cuente todo me dice: ‘Cuando vi a los hinchas se me vino a la mente la imagen de Doña Nieves (la madre de su mejor amigo). No sé por qué he pensado eso en ese momento, pero digo que sea lo que Dios quiera. Cuando los veo a todos lo único a lo que atiné es a cubrirme la cabeza’. Lo que me dice Matías es que cuando ya estaba en el piso, miró que uno tenía un cuchillo y otro un revólver: ‘Cuando vi eso pensé: acá me matan’, me dijo. Y ahí es cuando le saltaron con las dos piernas encima de la rodilla y escuchó a un hombre grande gritando: ‘¡Bueno, bueno! ¡Ya está!’”

La caravana de colectivos con hinchas de San Martín volvió con Matías Diarte de Formosa inmediatamente después del partido que Boca ganó por 2 a 0. Al día siguiente, cerca del mediodía, mientras Matías contaba lo ocurrido, empezó la búsqueda de su recuperación. María José contactó a un médico que estaba de guardia con el 107: “El domingo al mediodía lo llevamos al doctor: miró la radiografía que le hicieron en el hospital de Formosa, nos pidió que fuéramos a la clínica Mayo, ahí le sacó el yeso y le dijo: ‘Te voy a hacer unas maniobras para ver qué tenés afectado y te voy a pedir las resonancias’. Cuando le pidió que tome antiinflamatorios, tocó la rodilla y gritó: ‘Tenés afectados los meniscos y ligamentos y era así: tenía fractura de la espina tibial”.


Luego de la consulta médica, Matías Diarte fue derivado al sanatorio Rivadavia y, tres semanas después del hecho, el 26 de septiembre, tenía fecha de cirugía. Durante esos 20 días, Matías no experimentó dolores. “Hizo reposo y, aunque no quería ir, le consultó al doctor si podía viajar al casamiento de su hermana en Jujuy, el día 22. Sol, mi cuñada, le sacó pasajes en cochecama y yo todo el tiempo le preguntaba si le dolía y me respondía: ‘Estoy re bien, ¿qué querés que te mienta? Si no me duele nada’. Tengo guardadas todas las conversaciones y hace poco leía cuando me decía: ‘Recién vengo del cardiólogo y me dijo que estaba re bien. No veo las horas de que me operen’”.

El miércoles 26 de septiembre se postergó la operación: las prótesis invasivas para reconstruir la rodilla izquierda no eran de buena calidad, les informó el médico de cabecera señalado de aquí en más por la familia Diarte como el principal responsable de lo que sucedería junto a la anestesista. Los acusa Rubén, el padre: “Lo operan finalmente el sábado 29 de septiembre. Ese día iban a trabajar solo ligamentos posteriores. La operación iba a ser en dos tramos. Le iban a arreglar dos ligamentos. Si había tiempo, el tercero. En una hora y media le tenía que hacer la operación. Dos meses después, debían arreglar el resto. Joaquín entra a las 10 de la mañana al quirófano. Yo fui el último que lo vi en la camilla. Le pregunto cómo está, me levanta el pulgar. Hasta que cerca del mediodía sale el doctor y me dice: ‘Ha habido un problemita durante la anestesia. Ha sufrido un paro. Pero ya está bien, ya lo reanimamos’”.

El silencio se vuelve a apoderar de la mesa en el café Bernasconi. María José retoma la denuncia de lo sucedido: “Hasta minutos previos a la operación, Matías había estado mandando mensajes y fotos a los grupos de amigos. Llegaron a decir cualquier cosa de él cuando había entrado caminando al sanatorio. Ya internado, sólo los médicos saben lo que pasó en el quirófano. Cuando el ayudante y el cirujano salen del quirófano estaban pálidos. A mí me dicen: ‘Hubo un percance, no lo pudimos operar. Durante la anestesia se le puso una adrenalina. Cuando les pregunto de cuánto tiempo fue el paro, me dicen: ‘Tres minutos aproximadamente. Pero no se preocupen que se lo entubó rápidamente y ya se lo pasó a terapia’. Cuando lo veo entubado, pensamos lo peor. Lo llevaban bolseando, la mamá gritaba, y creí que tenía muerte cerebral. Le levanto las pupilas y hacía un movimiento contraído con los brazos. El neurocirujano me mira con una cara... y me dice: ‘Esos movimientos no me gustan’. Eran movimientos involuntarios. Ahí salí re mal, y todo empezó a empeorar con los días”.

Matías Diarte con su familia en el casamiento de Solange. Había viajado sin problemas a Jujuy. Siete días después entró al quirófano.

Lita, la madre de Matías, sospecha directamente de lo ocurrido durante la anestesia: “Estaba el médico de cabecera y le pregunto por la anestesista. El doctor nos dice: ‘Yo me estaba lavando las manos’. O sea que a Matías ni lo habían monitoreado. Para mí que le metieron la anestesia total y se les fue la mano. Él y la anestesista son los únicos culpables. El doctor se lavó las manos. Nos decía: ‘Yo no toqué’. Él era el médico de cabecera de Joaquín, era el responsable de mi hijo”. Y María José arremete cuando revela una situación en los pasillos del sanatorio: “Al día siguiente de la operación, el domingo a las 9.30, era la reunión con el equipo médico. La anestesista me dice: ‘Le puse la anestesia, hizo una hipotensión severa’. Agachó la cabeza, no sabía si iba a llorar o si se iba a caer y nos dijo: ‘E hizo el paro’. Cuando le preguntamos de nuevo, saltaron los otros médicos defendiéndola”.

El último encuentro con la anestesista fue en la vía pública, sobre Rivadavia al 500, en la puerta del sanatorio: “Ella había llevado agua bendita de Jordania y nos decía en la vereda del sanatorio: ‘Desde que pasó lo de Matías no puedo dormir’. Lloraba y nos decía que se levantaba y comía una galletita nada más porque no se le iba de la mente. En ese momento salió el doctor Silberstein, gerente del Sanatorio, y gritó en medio de la vereda: ‘¡Estoy muy enojado porque hay profesionales que no quisieron reunirse con la familia y hacerse responsable de lo que pasó! Yo sé que después de esto viene un trasfondo judicial’. Desde ese día la anestesista no pisó más el sanatorio”.

Durante las tres semanas que Matías Diarte luchó por su vida, María José se enteró que estaba embarazada. Así se lo contó: “Como era muy grandote, me quedaba a ayudar a las enfermeras. Una noche viene el doctor González y me dice: ‘Está muy grave, tenés que esperar. No sé qué puede pasar mañana’. Ese día, el martes 23, en la antesala del final nos dicen que fue la peor noche y que ya no respondía a ninguna medicación. Nos fuimos a la iglesia de San Expedito y estaba cerrada. Al día siguiente llego al sanatorio y pido por favor si podía pasar: “Por favor, necesito ponerle una medallita que me trajeron de Santa Fe, es del Padre Ignacio”, les digo. Cuando le pongo la medallita, le empiezo a hablar, le tocaba la mano y le empiezo a hablar del bebé: yo me había enterado el 12 que estaba embarazada, le empiezo a hablar y movió los párpados, le hablaba al oído porque el último sentido que se pierde es el de la audición. Lo hablaba, movía los párpados y le tocaba la mano cuando le dije: ‘Yo sé que vos no nos vas a abandonar’. En ese momento, a Matías le cayó una lágrima”.

Luego de vivir la última escena junto a Matías, María José cuenta: “En ese momento se me paralizó el corazón y salí corriendo. Volví a rezarle a San Expedito cuando en ese momento me vino la imagen de él, como si alguien lo pusiera de costado, y me llegó un mensaje: ‘Vení urgente que lo estamos reanimando’. Cuando llegamos, salió el doctor, se sacó los guantes y me dijo: ‘Te juro que no pude hacer nada’”. Los enfermeros, los médicos, todos lloraban.Eso fue lo que pasó y hoy por hoy todos se lavan la mano. Si alguien del Sanatorio hubiera venido a decirnos ‘Mirá, ha pasado esto’, quizás estuviéramos más tranquilos. Pero nadie nos dijo nada”.

Matías Diarte falleció el miércoles 24 de octubre. Luego de despedirlo por última vez en la cancha de San Martín, la familia Diarte lo trasladó al cementerio del Parque de la Paz. Desde ese día lo único que pide es justicia y lo hace a través de una denuncia penal contra el cuerpo médico del Rivadavia. La única respuesta del Sanatorio, denuncian, fueron tres cartas documentos para que no hicieran marchas en la puerta como la que harán el próximo domingo 24 de marzo, a cinco meses del triste final de este calvario hasta aquí relatado. La marcha de los martes ya terminó, pero queda tiempo para una foto en la plaza Independencia: Rubén sostiene el cartel con la cara de su hijo, Lita muestra las fotos de los médicos y María José se aferra a una cartulina por encima de la panza de siete meses: “Es varón y se va a llamar Simón Joaquín. Si lucho todos los días es porque es lo único que me queda de él. Lo cuido como oro y tengo que ser fuerte. Se lucha día a día. A veces sueño que Matías está bien y lo voy a buscar al Sanatorio. Sé que es mentira. Y también sé que hay una realidad a la que nos tenemos que enfrentar, aunque duela”.    

Desde el año pasado Matías llevaba a su sobrino a la cancha de San Martín: "Era su debilidad, lo hizo fanático".