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Vuela Puré Páez, la gloria de Estación Experimental, y déjenlo volar

HISTORIAS DE ACÁ

Es uno de los mejores arqueros tucumanos de todos los tiempos y su historia rompe con los paradigmas bajo los tres palos. El viaje del 1 que brilló bajo el cielo de El Colmenar y hasta recibió la ovación de Concepción con un cuervo vivo en medio de la hinchada.

Puré Páez, enorme bajo los tres palos. Jugó en Estación Experimental, Villa Mitre, Sportivo Guzmán y el fútbol boliviano.





"A mi papá le decían Puré. Él era wing derecho de Central Norte. Y a mí me quedó el apodo", cuenta Carlos, Carlitos Páez, El Mono o Puré para todos en la república de El Colmenar, donde las abejas se alimentan del polén, pero nadie ha volado como él de punta a punta, de palo a palo, escupiéndose los guantes de cuerina con el escudo de Estación Experimental en el pecho y apenas 167 centímetros de estatura, el prejuicio que también atajó y despejó con los puños desde que ocupó por primera vez un arco. Su historia es la del fútbol tucumano de antes. Volemos en el tiempo con Puré.

"Tenía 15 años y con los changos íbamos a ver los partidos veraniegos. Ya ahí me fijaba en los arqueros, en la destreza de los arqueros, en cómo se arrojaban. Me gustaba escuchar a la gente hablar de los arqueros: hablaban de los delanteros o de los arqueros. 'Qué bueno es ese arquero', 'Mirá ese arquero', cosas así. Y un día tomé coraje y me fui a probar", recuerda Puré, y esa tarde se fue a la cancha de Experimental, a un par de cuadras, donde conoció al hombre que le enseñó todo, el que jugó en Racing, al Maestro Luna.

"El Maestro Luna me vio la altura y me preguntó: 'Mocoso, ¿vos querés ser arquero?' Y yo le dije que sí. Imaginate que el arco mide 2,70 metros, un metro más que yo que medía 1,67. Pero le dije que sí, me vio convencido y lo primero que hizo fue cavar un pozo de medio metro de hondo en la línea del arco y lo llenó de arena. Me dio un buzo que me quedaba grande, los guantes y un alpino. Me mandó al arco: '¡Caray! ¿Que vos sos arquero? ¡Vaya al arco!' Y empezó: 25 tiros de un lado para el otro. Yo sobre la arena, todos los días así, pateándome de un lado para el otro. Seis meses me tuvo entrenando así. Cuando terminé, volaba. Tenía unas fuerzas en las piernas que volaba. 'Usted tiene que ser un resorte', me dijo. Y ahí empecé".

La historia de Puré Páez es la historia de los entrenamientos de tres de la tarde a ocho de la noche. De pasar por la casa de la tía María Abregú que tenía diez hijos y lo mismo invitaba a los muchachos del club a merendar café con bollo y que los hijos esperen su turno con el tarro en la mano. También es la historia de bailes en El Colmenar y de los cajones de cerveza de madera de los bailes y de las sillas de chapa de esos bailes, todos elementos que le servían al Maestro Luna para hacer volar y volar al arquero: "Él quería que yo volara y un día me puso un cajón de cerveza en el medio para que yo vuele por encima y saque la pelota. Después juntó dos cajones. Después tres. Y después cuatro. Y yo volaba por encima de los cajones y siempre llegaba. Y con la silla hizo algo parecido. Era una silla amarilla, no me olvido. Me hizo subir a la silla para que desde arriba me tire al suelo y despeje. Aprendí todo de él".

Hoy Carlos Páez tiene 65 años y trabaja en la municipalidad de Las Talitas. Cuando habla de otros tiempos recuerda la amabilidad de los vecinos, de los mismos que hoy lo saludan cuando vuelve a su casa: "Vení, Carlitos, estoy amasando bollo, pasá, tomá con el café", "Vení, Carlitos, comete un plato de guiso", cosas así, voces de los vecinos que eran los mismos que después iban a la cancha y lo veían en acción: "Una tarde jugábamos contra San Martín y estaba el Chanfle Rey. Le pegaba a los tiros libres mejor que nadie. Y yo le armé una barrera con tres jugadores nomás. '¿Cómo tres nomás? Te va a embocar', me decían los defensores. 'Ustedes ocúpense de estar atento a los rebotes', les dije. Le pegó al ángulo, hice dos pasos y con una mano se la descolgué".

Otra historia que conserva la magia del recuerdo es la que le pasó en La Perla del Sur, en tiempos donde Puré ya atajaba con su nombre bordado en el pecho: "Carlos Páez". Ese día, la cancha era un infierno y él atajaba en Villa Mitre, de Tafí Viejo. "Y decían los nombres por los parlantes. Cuando dijeron mi nombre, una silbatina sonó... Yo venía con la valla invicta y en Concepción jugaban Tártalo, Herrera y Olaya. Quedo mano a mano con Tártalo, la atajo y quedo en el suelo. Del rebote le llega el centro al catamarqueño Herrera, cabecea, me paro de un salto y alcanzo a cachetearla con el dedo. Eso fue con la hinchada de los Cuervos detrás mío. En esa época llevaban un cuervo vivo a la tribuna. Todos me aplaudieron, nunca recibí una ovación así".

Hace unos días los amigos de Mutual Futbolistas Tucumán lo recordaron con una foto y un breve epígrafe: "Puré Páez, el Pequeño Gigante del arco en Estación Experimental". Un recuerdo que lo lleva a los enfrentamientos con los cracks que llenaron de gloria las páginas de nuestro fútbol como el Kila Castro en Atlético o el Maestro Roldán en San Martín: "El Kila era un andariego en la cancha, buscaba por todos lados, pasaba al ataque y agarrate. Le pegaba con las dos piernas, completísimo. Con Villa eran monstruos. Y Jacinto Eusebio era un exquisito, no había con qué pararlo, no se lo podía frenar. Con Roque Martínez eran compadres y te liquidaban, era difícil ahogarles el grito", cierra Carlos Páez, Carlitos, El Mono, Puré, el que heredó el apodo de su viejo y aprendió a volar, de punta a punta, de palo a palo, bajo el cielo de El Colmenar.

Carlos Páez con su nombre bordado en el pecho y los guantes de cuerina entre sus manos: "Si te pateaban con la Tango mojada no sabés cómo dolía".


Haydée Campos, Carlos Páez y su hijo Franco, la familia siempre acompañando al héroe de los tres palos.