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Famaillá o el alucinante Disney de los mellizos

HISTORIAS DE ACÁ

Un viaje a la extraordinaria tierra de los mellizos en el día que los pares de personas repetidas copan la ciudad.





Una pared de ladrillos, sin revoque, con botellas rotas sobre la tapia y unos alambres donde un cartel advierte el riesgo eléctrico. Ahí, un grupo de congresales de trazos toscos y gestos ampulosos declaran la independencia en un mural colorido donde predomina el celeste. Quien sostiene el acta tiene por bigotes una mancha tupida, de no ser por la levita cualquiera pudiera confundírselo con un mexicano de los tiempos de Emiliano Zapata.  Esa obra, que parece puesta ahí adrede porque hoy es 9 de julio y se cumplen 202 años de aquella escena, es la primera de muchas otras que uno se topa en Famaillá desde la esquina donde funciona la parada del Exprebus. Apenas unos metros más allá, al costado de la ruta, nos espera en su pedestal la figura de un gliptodonte verde claro; una especie de quirquincho jurásico que levanta la pata derecha en lo que parece un gesto amigable. O bien un paso de baile a lo Michael Jackson. De la historia a la prehistoria, de la pintura a la escultura, de los héroes de Malvinas a los superhéroes de Marvel; la ciudad invita a vivir esa extravagante sincronía a la manera de una ficción demasiado palpable para ser mentira. También demasiado fantástica para ser real.



Dos niñas con remeras de Mickey y trenzas a ambos lados de la cabeza se hamacan en los juegos infantiles de la pequeña plaza custodiada por el gliptodonte. Son un par exacto, duplicado y repetido como tantos otros mellizos que, llegados de distintas partes, han copado la ciudad para celebrar su día. En Famaillá, como en Macondo y su genealogía de Aurealianos, la proliferación de dobles surge de un primer par original: José y Enrique Orellana, diputado nacional y legislador provincial respectivamente, los líderes, patriarcas y artífices del original festejo que hoy cumple su décima edición. Todavía falta para la fiesta y los mellizos de todo tipo se entreveran entre la gente en las calles. La mayoría son fáciles de identificar porque se visten igual o porque son el vivo reflejo del otro. Pero las apariencias pueden ser engañosas, advierte el escribano y novelista Carlos Díaz Márquez, quien asegura que un método riguroso para saber quiénes son mellizos no debe basarse sólo en el aspecto físico, sino que debe estudiar gestos y otros elementos. Lo dice con tono solemne. Parece que sabe.




Un recorrido obligado por el paseo temático de la ciudad no debería obviar a los superhéroes y villanos esculpidos por Miguel Nazar. Están ahí Terminator, Gokú, Iron Man, Superman, Guepardo, Batman, Gatubela, entre tantos otros. Incluido el Oficial Gordillo, el célebre personaje de Miguel Martín, un poco empequeñecido entre tantas figuras superpoderosas de torso ancho. Nazar reconoce que a algunos de sus héroes les falta un retoque: Spiderman, por ejemplo, tiene pelado uno de sus dedos índices. Lo que sucede, explica, es que hace poco las esculturas sufrieron un accidente volviendo de Tafí del Valle en la caja de una camioneta. Hubo algunos que resultaron desmembrados y Gordillo se llevó la peor parte: perdió la cabeza. Pero acá están otra vez de pie y una familia puede sacarse la cantidad de fotos que quiera con ellos por sólo 40 pesos. La oferta es bien seductora, como Gatubela abriendo sus garras al aire.

Es posible imaginar a Famaillá como una versión autóctona, subdesarrollada y peronista de Disney, pero todo es mucho más fascinante acá que en ese mundo artificial cosmopolita. Apenas después de los superhéroes de Nazar, hay un soldado con alas de ángel que rinde tributo a los 23 tucumanos que murieron en el Crucero General Belgrano durante la guerra de Malvinas. Y más allá está la réplica de la Casa Histórica y también del Cabildo, desde cuyo balcón uno puede retratarse como si fuera uno de los revolucionarios de mayo de 1810. Alguien se acerca a los naranjos y mira con atención sus grandes frutos, luego, pregunta: “¿Son de verdad?”. Cómo saberlo, acá todo puede ser la imitación ficticia de un original.



Hay una ausencia que desconcierta a los que ya conocen el paseo famaillense. Las miradas lo buscan extrañadas en su pedestal ahora vacío: falta Messi. Acaso la escultura más famosa de la ciudad de las esculturas: el Messi made in Famaillá; el Messi que no es Messi. Una comisión de periodistas de eltucumano.com pregunta por su paradero y Carlos Mario Abregú, dueño de una panadería, les revela: “está castigado”. No sabemos si se le atribuye el reciente fracaso mundialista o si cometió alguna travesura de changuito, la cuestión es que Carlos sabe que el falso Messi, el bastardeado monumento que se hizo célebre por su fealdad y su escasa semejanza con el Lionel original, no puede faltar en este evento. Va hasta el fondo de la panadería y vuelve con la estatua infantil. Su aparición es festejada con gritos de júbilo por los presentes. Aunque no ha perdido su estampa de crack, hay que decir que al falso Lio se lo ve un tanto desmejorado respecto de su momento de mayor gloria, cuando fue exhibido en Buenos Aires, en el Centro Cultural Kirchner, en la muestra del artista plástico Marcos López. A este Messi que no es Messi se lo aprecia cansino, agobiado por el paso del tiempo que parece no haberle sido indiferente. Una señora que camina por el lugar murmura escandalizada: “al menos le hubiesen sacado las telarañas”. Mientras Carlos le revela a la prensa la verdadera historia del falso monumento, un changuito se desprende del brazo de su padre y corre hasta el pie de la escultura. Messi se mueve. Se tambalea y amaga con caerse. Pasado el momento de zozobra, el padre suspira y le recrimina al niño: “Vení para acá. Mirá si le tirás la obra de arte al señor y me tengo que empeñar para pagarla”.

Todavía faltan un par de horas para que comience la fiesta, hay tiempo para conocer aquello que distinguió a esta ciudad mucho antes de que llegaran los mellizos, el balneario, el parque jurásico, el falso Messi: las empanadas. Desde 1979 que Famaillá se convierte todos los años en sede de la Fiesta Nacional de la Empanada. En los ranchos de comidas y restaurantes es común encontrarse con alguna empanadera campeona o subcampeona de ediciones pasadas que aún hace gala de su gloria de antaño. Si Tucumán es la meca nacional de la empanada y Famaillá el mayor semillero de ases del repulgue, no sería exagerado afirmar que aquí se encuentran las mejores empanadas del mundo. Una sola advertencia antes de entregarse al hedonismo gastronómico: hay muchas empanadas talibanas, jugosas y explosivas. Se recomienda comerlas con las piernas abiertas para evitar cualquier tipo de accidente.

Para llegar desde el paseo temático a la Casa del diabético, el predio donde se realiza la fiesta, hay que caminar a la vera de la ruta y cruzar un puente. En el trayecto, el monumento de Mercedes Sosa parece saludarnos con los brazos abiertos desde lo alto. Más allá, a uno y otro lado del río, se levantan algunas casas precarias de madera; casitas inclinadas que podrían confundirse con aquellas que componen el pintoresco paisaje de La Boca. Pero no hay nada de atractivo turístico en esta rivera empobrecida desde donde ahora se escucha un tango de cadencias grises como el mismo día. Pasando la gran rotonda que hace las veces de cancha de fútbol, del otro lado del cementerio adornado con esculturas de santos y otras figuras sacras, está la calle de ripio que conduce a la fiesta.

Un improvisado puente de chapa que se extiende sobre un canal de aguas quietas sirve de acceso a la fiesta, pero el acceso es restringido. “Esta es la entrada para los mellizos. Los que no se parecen ni al padre ni a la madre entran por allá”, indica entre risas una vendedora de praliné. En la otra entrada, el clima se nubla de humo parrillero entre los puestos donde venden comidas, juguetes, bijouterie, algunas artesanías y gorras con la imagen de San Expedito, la virgen de Guadalupe o réplicas de famosas marcas de ropa deportiva. Se destacan las grandes estructuras incompletas de cemento donde se espera que en un futuro funcione la Casa del diabético. En el cielo, atados a una grúa, flotan dos globos aerostáticos con la propaganda de “PapiVillafañe Concejal. Las carpas montadas frente al escenario están colmadas de gente que sigue al animador mientras espera por la presencia de las bandas, principalmente Chili Fernández y Daniel Agostini, las estrellas centrales de la jornada.

En el predio, el tránsito de mellizos es mucho más fluido. La mayoría niños o jóvenes, como las hermanas Contrera que lucen la camiseta de la selección y bailan como en la carroza de un corso. Ante las cámaras, algunos se acercan con curiosidad y otros huyen tímidamente. “Abrazala a tu hermana para la foto”, ordena la madre, pero la niña de camperón rojo más oscuro escapa a pasos apurados de la otra niña de camperón rojo más claro, como dos polos iguales que se repelen. Hay risas. Las mellizas no quieren saber nada con ser un par armónico en este momento. Los demás, los que no son parte de ese mundo binario, parecen más atentos a la música que viene del escenario que a esos personajes dobles: danzan sorteando la irregularidad del suelo de tierra húmeda y esponjosa. Aunque en la mayoría de los puestos no venden bebidas alcohólicas, algunos se han ingeniado para entrar una caja de vino prolijamente arremangada que ahora circula de mano en mano.

Un grupo de seis mujeres con remeras celestes donde se lee la leyenda “Mellizos Orellana conducción” distribuyen diplomas. Son las reclutadoras, las que recorren las ciudades y pueblos del sur de la provincia buscando mellizos para traerlos a la fiesta. Es un trabajo que les lleva todo el año, explica Viviana que nombra las distintas localidades recorridas: Trinidad, Alto Verde, La Cocha, San Ramón… Preguntan, investigan, exploran hasta dar con los mellizos de los lugares más recónditos para luego llenar unos cuantos colectivos y traerlos a todos a este festejo. Una vez acá, reciben su certificado con la firma de los Orellana. Le pregunto cuántos son los que han venido esta vez y me contesta: “115 mellizos de todo el sur”. La ecuación no me cierra, el número es impar. La miro de nuevo, se corrige: “115 pares, o sea 230 mellizos”.

Con Pedro, hermano de la vida y del oficio, le decimos a Viviana que queremos nuestro propio certificado. Nos escruta los rostros como si le acabásemos de mentir el envido. Quizás acaba de percibir que nuestros rasgos se parecen muy poco, por eso indaga desconfiada: “¿Pero ustedes son mellizos?”. Como toda respuesta, le mostramos que llevamos puesta la misma gorra. Entonces, va hacia donde están las otras mujeres, debaten un rato, y luego nos hace un ademán para que nos acerquemos: “¿Cómo se llaman?”. Instantes después, sin tanta burocracia ni trámites engorrosos, sin DNI ni certificado de buena conducta o de vacunas, sin filas ni formularios ni cuestionarios, ya somos mellizos homologados por un diploma que lleva las firmas de José y Enrique Orellana. Ahora que somos oficialmente un par, la gente nos pide sacarse fotos con nosotros. Llegar uno y volver doble, venir de espectador y volverse protagonista; de eso también se trata Famaillá.



Entre tantos mellizos, los que brillan por su ausencia son los artífices del evento. Le preguntamos a Viviana dónde están, si puede interceder para que hablemos con ellos. “Ya le pregunto a la líder”, responde. La líder es una señora mayor que está sentada en una silla controlando la entrega de los certificados. Ella es apenas un eslabón más en una larga cadena de líderes que culmina en los líderes por antonomasia: José y Enrique, Enrique y José; cara y seca de una misma extravagante moneda. La líder hace un par de llamados telefónicos hasta que alguien le da el visto bueno. Viviana nos guía entre la multitud que se apiña alrededor del escenario hasta una escalera que conduce a un salón vidriado en el primer piso. Ahí, la atmosfera es mucho más cálida que en el exterior y los cerámicos grises del piso están todos manchados con las pisadas embarradas de aquellos que, como nosotros, vienen del predio. La habitación está toda iluminada. Las luces de las cámaras de televisión apuntan ahora adonde se ubican José y Enrique. A sus espaldas, hay una pared tapizada por un collage de fotos tamaño A4 donde se aprecian imágenes emblemáticas de Famaillá: la escultura de un aborigen, los dinosaurios del balneario, la réplica de la Casa histórica. Justo donde están ellos, dentro del cuadro que enfoca la cámara, hay una foto de ellos mismos con el cabildo autóctono de fondo. Si uno se acerca lo suficiente alcanza a descubrir que se trata de un artilugio, un montaje de Photoshop.

Mientras una asistente pega las puntas de algunas fotos que han comenzado a caerse, José saluda a los periodistas con un “¿cómo estás líder?” mientras les toma con fuerza las manos. Enrique, más tímido, repite el apretón. Tiene un traje de ese color que las madres llaman caqui y un buzo de bremer celeste. Su hermano, saco azul oscuro, pantalones de jean y buzo de bremer gris. Son quizás los únicos mellizos en toda la fiesta que no están vestidos iguales. José, más efusivo, es quien toma la palabra. Habla en voz bien alta, moviendo las manos donde brillan gruesas cadenas y anillos dorados. Enrique parece abstraído, aburrido, cansado; como si hubiese escuchado una y otra vez lo que su hermano está diciendo. Baja la vista y la mirada parece apuntada a ningún lugar, o bien a un punto específico de la sala: una baldosa del piso o un rincón del cielorraso. Imposible saberlo. Ahora, José dice: “Ser mellizo te da la multiplicidad… saber que te podés multiplicar. Saber que si vos no estás lo mismo tu hermano va a estar haciendo las cosas de la mejor manera… Somos dos personas, pero somos un solo sentimiento…”. Mientras un mellizo habla y el otro asiente en silencio, de fondo suena una canción del Monstruo Sebastián. En el escenario, el cantante se esfuerza por imitar la voz del cordobés, pero no puede del todo. Se le nota la impostura.