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Las víctimas del Parravicini: el derrumbe que les quitó la vida

crónica

Por la 24 de septiembre, un hombre camina en búsqueda de una camiseta de San Martín y una madre con su hijo se dirigen a una tienda de celulares. Entonces, ocurre. La historia de Víctor, Miguel y María Cristina, cuyas muertes entristecen a la provincia.

En la vereda, los restos del Parravicini. Foto de Nicolás Núñez.





-¿Dónde está?, dice un hombre con los ojos llorados.

-Allá, Carlitos. Allá.

“Allá” es la sala velatoria A, de la empresa de servicios fúnebres Flores. Sobre el ataúd hay una camiseta de San Martín, al lado de una bandera, doblada y prolija, también roja y blanca. A la par, un hombre y una mujer, ancianos los dos, lloran la muerte repentina, injusta y difícil de comprender de su hijo, Víctor Hugo Aranda.

Poco después de las 20 de ayer, Víctor Hugo (de 52 años y de profesión ingeniero civil) caminaba por la calle 24 de septiembre, a mitad de cuadra de la altura 500. En la mano llevaba una bolsa con la camiseta de San Martín que recién había comprado en el local de la esquina. Entonces ocurrió.

Por la misma vereda, un hombre calvo, sonriente y de anteojos llamado Miguel Morandini, de 50 años, acompañaba a una señora mayor, su mamá, María Cristina Sosa. Iban camino a una tienda de celulares de la cuadra. Entonces ocurrió. 

Eran las 20:30 y una hora antes antes habían salido las docenas de estudiantes primarios, niños y niñas, del colegio Santa Rosa, por la puerta que da justo al frente.

Quienes estuvieron por ahí cerca, dicen que el ruido fue como la explosión de las películas. Y que luego, una nube oscura y silenciosa impidió ver qué había pasado: se había derrumbado la fachada del ex cine Parravicini, un edificio estilo francés de dos plantas, cuyo interior se encontraba en refacción. Cuando el humo se fue, después de unos cinco minutos, sobre la vereda donde caminaban Víctor, Miguel y María Cristina había una montaña de escombros.

Foto Nicolás Núñez

Llegaron los bomberos, la Policía y Defensa Civil. Quitaban las piedras con las manos, con palas, las cargaban en baldes. Y en un momento pidieron silencio. “¡Silencio por favor!, ¡Silencio!”. Quizás habían escuchado algo que venía de abajo de las piedras. Un susurro, un gemido, una esperanza.

Nada.

Siguieron en su tarea. Estaba oscuro. Algún hombre se quiso meter a ayudar y los policías lo agarraron. Y entonces, unos metros más allá, alguien gritó: “¡Acá! ¡Acá!”. Habían encontrado un cuerpo.

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-Era muy amigable, por eso murió rápido. No sufrió.

En la sala velatoria Marcelo Albornoz, amigo de Víctor Hugo, lo recuerda. Dice que había ido a comprar esa camiseta porque tenía pensado viajar para Junín, el lugar donde San Martín jugará su próximo partido.

Cuenta también que le decían “el ingeniero”, o “el loco”,  y que cuando hacía un asadito, los amigos de Atlético iban para una punta de la mesa y los de San Martín para la otra. Pero que al final terminaban todos juntos.

Que tenía una hija y una vida de décadas en el tablón. Que le gustaba el rock, que enero se instalaba en Amaicha del Valle, que laburaba en la constructura de su hermano y que cuando cumplió 50 años lo festejaron con media res estaqueada en el Parque.

-¿Ingeniero, cuándo sale un pescao?

-¿Ingeniero, hacemos unas latas?

-¿Ingeniero, vamos a su casa?

Son las preguntas que ya no tendrán respuestas para la banda de Richard, Gallito, Quique, Fabio, Miguel Ángel, Rafael, Carlitos y todos los demás. Serán recuerdos de ahora más.

"El Loco", abajo, con la camiseta de San Martín


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Cuando el roce de la pala con los escombros se detuvo, se escuchó el respirar profundo de los bomberos y los policías. Había aparecido el segundo cuerpo.

A unos metros, a los pies del ex Parravicini derrumbado, un hombre llamado Walter Risso cargaba balde tras balde para despejar la vereda.

“Fue feísimo todo. Dijeron: acá hay un cuerpo. Y entonces nos miramos entre los que estábamos ahí. Después vino la policía forense y seguimos. Había que seguir”, dijo Risso. Cuando había pasado la media noche, aún quitaban escombros. Y todo Tucumán, dolido, se preguntaba quiénes eran las víctimas fatales.  

A la mañana del día siguiente confirmaron que tres personas habían fallecido. Y que las tres serán veladas en la misma sala de sepelios, Flores.

Acá, entonces, descansan los restos de una mamá y de su único hijo. Terminaron juntos su vida. Él fue un ingeniero agrónomo muy querido, con más de 20 años de antigüedad en la Estación Experimental Obispo Colombres. "Era un hombre generoso, siempre predispuesto a colaborar, a dar una mano", lo recuerda su compañero de trabajo Daniel Machado.

Egresado de la Escuela de Agricultura y Sacarotecnia, padre de un hijo y una hija, ya había sacados los pasajes para viajar a Machu Picchu con su pareja.


Su mamá, a quien le decían Corita, vivía en Yerba Buena y rara vez viajaba al centro. En los últimos tiempos, pintaba. Corita era la hermana de la histórica militante Ana Sosa, asesinada por la última dictadura, cuyos restos fueron identificados en el Pozo de Vargas.

Sus nietos asistían al colegio San Patricio. Esta mañana hubo un minuto de silencio antes de entrar a las aulas. Fue el silencio que se escucha aún en 24 de septiembre al 500. Y que cuando vuelvan a habilitar el paso del tránsito será el ruido, el caos y el desorden, de una ciudad que cada día se sostiene menos.

Foto Nicolás Ñuñez