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Ser madre, sufrir el proceso del destete y resistir para contarlo

OPINIÓN

Stefanía Estigarribia abre su corazón y relata como nadie el proceso de la maternidad que vive con Inés, su pequeña hija, a flor de piel

Stefanía alimenta a Inés: "En la teteada masiva, haciendo lo que mejor sabemos hacer".


El encanto: una de las decisiones que han llegado a mi vida adulta fue la de ser madre; nunca había sido siquiera una somera idea. El problema con la maternidad es que implica otra persona que encima va a estar a tu cargo para toda tu vida. En mi caso, es raro que algo vivo esté a mi cargo ya que apenas pude hacer sobrevivir una planta de menta durante una semana.

Ese bebé que llega, es una especie de bebé de Schrödinger: tiene que ser independiente pero tiene que estar contenido todo el tiempo, le dedicás tu tiempo, tu sueño-que-ya-no-es-sueño -y pensás en si Calderón de la Barca seguramente no tenía idea de esto porque en su vida habrá cambiado un pañal-, tu disco rígido que era de tu propiedad pero ahora tiene canciones para niños, pero tu hijo no es tuyo. Las hojas son del viento pero no del árbol que es causa de las hojas y te hacés la pregunta universal y antigua (antigua como el mal y como la idea de la propiedad privada) ¿En qué quedamos?

Sos madre y querés hacer todo bien, te leés hasta las toses de Carlos González y empezás a visitar todos los negocios de comida orgánica, esos lugares por los que solamente pasabas zigzagueando después de salir de la Chacapiedras. Es vida, y esa vida, aparte de llorar y excretar por sus poritos, tiene tu cara, y al fin de cuentas, tu cuerpo, en especial si se amamanta. Hay muchas cosas de las que dudo, pero creo que si Descartes se lo hubiera planteado, nunca hubiese dudado de que la leche materna es lo mejor que le puede pasar en los primeros años de un ser en desarrollo. Sí, así de técnico, así de categórico.

¿Hace cuantos miles de millones de años que existe el ser humano? ¿Hace cuánto que existimos los mamíferos?. Cuando tu bebé está las 24 horas pegado y te dicen que es normal, y que duermas cuando tu hije duerme (claro, porque yo no tengo nada más que hacer en mi vida aparte, no?), te das cuenta que las cosas no están bien y terminás googleando “problemas + lactancia”, palabras que en una puérpera son penosas. Porque uno piensa que amamantar es natural, pero en este 2017 de tablets y aplicaciones para saber qué día te toca menstruar, ya no es tan natural. En algunas mujeres como yo, la lactancia no se da naturalmente y está condenada al desastre. Ya no criamos en tribu, ni nos enseñamos de generación en generación a lactar. Una búsqueda en Internet me llevó a mi salvadora, Belén Haad, puericultora, chamana, salvadora del chichi. Con ella usé pezoneras, relactador, aprendí a que tenía que hablar con esta personita que no tenía la más pálida idea de lo que estaba pasando. Me enteré que había formas correctas e incorrectas de dar teta, el agarre. Era más complejo de lo que había imaginado.

Millones de años, agua potable, rascacielos y yo tuve que aprender a lactar, porque así como hay mujeres que son La Serenísima, justamente en mí caso, mi cuerpo me jugaba en contra. Hay madres que son un manantial, y yo me sentía un charco, un estanque. Mi hija tenía que hacer trabajo doble para extraer de mí aquello que tanto necesitaba. Una noche soñé que me podía levantar la piel desde los omóplatos y por dentro se veía como el interior de una aspiradora, con pedazos de madera, tierra y papeles: el miedo se apoderaba de mi cuerpo y era poco lo que podía ofrecerle a este hermoso ser que no me había pedido nacer. Fue difícil hasta que después de largos seis meses, finalmente establecimos la lactancia. Inés tomó teta con posiciones dignas de una versión de Matrix, de noche, de día, en fiestas, las veces que la llevé a mi trabajo o al de mi marido, en plazas, colectivos, filas de super, hasta me las había ingeniado para poder comer mientras amamantaba, o mi marido me daba de comer para que no me mueva ni un centímetro porque ya lo había logrado.

El Desencuentro y el vacío: Desde el principio está el cuerpo. El cuerpo es tuyo y de repente, ya no lo es. Una mujer pone el cuerpo en el embarazo, pone el cuerpo en el parto y en la lactancia. 21 meses y medio, y ya en las últimas semanas esto que había sido sacrificado y hermoso, me estaba costando. Este cuerpo imperfecto, material y finito ya no daba abasto. Así que, después de una charla, mi llanto desconsolado y el abrazo que no supo mi hija porqué me lo dio pero que necesitaba, empezó el destete.
Para mí, el destete fue como haber tenido un noviazgo imaginario con Tom Hardy: en mi fantasía me costó conseguir su número, invitarlo a salir (porque ni siquiera en mis sueños Tom Hardy me arrastraría el ala), y después de hermosas salidas al Cadillal, tomando achilata en la Plaza Independencia y comiendo papas gratinadas en Bigote’s, las cosas empezaron a andar mal. Mal para mí: eso que estaba en mis sueños se había convertido en un peso. Y amamantar no es un peso. Es alquimia natural, vital, es la exacerbación de mi ser femenino-maternal, todos los al. Una gran parte de mi decisión de destetar fue mantener el respeto a lo que me había costado llegar. Por amor a mi hija, necesitaba ser una madre menos destruida.

Así, llegó el desastre (sonido de trueno), la deforestación, el fin, el carruaje se hizo zapallo, y devinieron interminables pedidos de perdón, con una culpa hasta entonces desconocida. Sería como un tema de Pink Floyd, un “Puerperio, Parte II” –existencial, suicida- y esta falta dolorosa de oxicotina –que liberabas en cantidades industriales cuando tenés a tu bebé pegado a tu chichi- hace que este puerperio duela como no ha dolido otra cosa. Es un duelo (perdón, es mi pesimismo anacrónico hablando), acompañado por el nuevo sentimiento de volver a tener un cuerpo. Porque tengo mil y un relatos de cómo este cuerpo ya no se sentía como propio.

El dolor emocional de este proceso devenía en una presión en el pecho, en el estómago, en todos esos lugares que cuando están llenos están bien. Después de esto se sentía devenir el vacío y la falta. El pedido atendido con palabras y no con la acción física que había tenido durante menos de dos años se hizo muy difícil de sostener.

Motherly love: Miro los ojos de mi hija todo el tiempo desde que nació. Pero ahora han cambiado. Siento que abrazo una persona –que amo inefablemente- , no una extensión de mi cuerpo. El aroma de su sudor ha cambiado, la forma en la que se acercaba ya no tiene la desesperación del alimento, sino la necesidad de consuelo, la expresión de su afecto.

Hasta ahora no he recibido abrazos más reconfortantes que los que ella me da, caricias más esperadas de sus manitos pegajosas. Sigo teniendo presente la imagen de la maternidad que mi mamá me había ilustrado, me decía “mirá, así has salido vos de mí”, cuando un alien se abría camino a través del cuerpo de algún infeliz tripulante del Nostromo. Para mí es diferente,  me siento más Teniente Ripley que un chango con un bicho que ha tenido alojado. O mejor, soy la Reina Alien protegiendo sus capullos. Una madre es un millón de cosas, y sigue siendo esa conexión con este mucho de ruidos, bichos y oscuridades. Porque puede repetir mi nombre mil veces, y ya no me voy a levantar la remera –bah, ya no me la va a levantar, mejor dicho- ya no va a saludar a su chichi antes de atacarlo y si se cae la abrazaré, le explicaré que lo que le pasó es efecto de la ley de gravedad y me va a mirar, extrañada de no tener aquello que la consolaba.

Por un momento había pensado que la maternidad me había convertido en otra persona que desconocía. Y era mi cuerpo, la rutina, el alzar un hermoso montoncito de carne con una cara mía pero más chiquita, todo eso me era muy extraño. Después te das cuenta que sos la misma, -gila, come-achilata- que no va a ser la resaca lo que te va a complicar el sueño sino algo mucho más significativo: una nuca calentita, 12 kilos que te abrazan y se tiran encima de un abdomen que tiempo antes había sido su hogar. Y va a ser un descubrimiento radiante, vivo, rodeado de pedacitos de comida, compartiendo un pedazo de kiwi lleno de baba, pañales llenos de caca analizados como la escena de un crimen, con una vocecita que se repite hasta el hartazgo y espera ser abrazada como en el final feliz de una película de Frank Capra.

Stefanía Estigarribia tiene 33 años, proviene de una estirpe de mujeres que en el Medievo hubieran sido condenadas a la hoguera. Estudiante de Filosofía, siempre empleada, siempre ocupada. Como madre, deseosa de una larga siesta.